Bajo el eslogan, “OJOS QUE VEN”, se abre de nuevo en La Habana, en esta ocasión desde el 5 al 15 de diciembre, la 41ª edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano; un certamen que por imperativos de nuestra prensa vamos a tratar en dos artículos. Uno, el que tienes entre tus manos en estos momentos, escrito justo antes de la celebración de la prestigiosa manifestación cinematográfica, y otro con el comentario de los Premios Coral, y que verá la luz el próximo mes de enero. Varias secciones acogerán a centenas de películas durante el Festival que, pese al criminal bloqueo del imperialismo norteamericano, conserva todo su esplendor, raigambre y estima entre las industrias cinematográficas latinoamericanas y del resto del mundo. Unos filmes, pues, que situarán también a La Habana, en el año del quinto centenario de su fundación, en el centro del interés cinéfilo de los/as numerosos/as cubanos/as que fielmente asisten a la cita habanera desde hace cuatro décadas.

Alejandro Amenábar (Santiago de Chile, 1972), director de este su séptimo largometraje, el primero que rueda en España y en castellano desde “Mar adentro” (2004), explica el sentido del enigmático título de la película considerando que “la frase forma parte de un documento firmado por el bando nacional al comienzo de la guerra que fue clave en la toma de poder de Franco. Pero sobre todo - dice el realizador de “Los otros” (2001) - es una reflexión lanzada al público. Somos nosotros los que parecemos seguir sin entendernos, en guerra constante”. Y añade finalmente, “quizá incomode más a quienes están en los extremos, porque yo no soy extremista”.

Mientras el decrépito Francisco Franco no terminaba de expirar en su lecho de muerte, el cineasta vasco Pedro Olea (Bilbao, 1938) conseguía llevar a las pantallas, en 1975, “Pim, Pam, Pum… ¡Fuego!”, una película que desde hacía muchos años portaba en sus entrañas. Tantos años como los que la censura franquista había impedido tan anhelado proyecto. Un filme que necesariamente deberían ver los jóvenes de nuestros días.

 

De las películas que he visto en las calurosas noches de este verano antes de irme a la piltra a sudar la gota gorda (“La cabeza alta” de Emmanuelle Bercot; “La favorita”, del realizador griego Yorgos Lanthimos o “Berlín occidente”, del genial Billy Wilder), todas ellas excelentes, me quedo, y de largo, con la española, “Entre dos aguas”, del cineasta gerundense Isaki Lacuesta (“La noche que no acaba”, “Murieron por encima de sus posibilidades”), y Concha de Oro del Festival de San Sebastián 2018, Y ello, por dos razones básicamente: porque habla sin tapujos de mi tierra, Andalucía, y porque muestra, sin trolas ni cuentos, el drama social endémico que padecen en esta región los/as más desfavorecidos/as, y no solo ellos/as.

En 2015 Thomas McCarthy dirigió una película valiente y comprometida sobre el tema de la pederastia en el seno de la Iglesia católica: “Spotlight”. Y aquella magnífica encuesta llevada a cabo por un reducido equipo de reporteros de investigación del Boston Globe, que constituye el nudo gordiano del filme, levantó en la jerarquía eclesiástica y en otros estamentos del estado de Massachusetts ampollas como melones. Hoy es el director de cine francés François Ozon (París, 1967), autor de películas tan dispares como “8 mujeres”, “En la casa” o “Joven y bonita”, quien toma el relevo de tan escabroso asunto contándonos en “Gracias a Dios” una historia también real que corta el aliento del espectador y zarandea fuertemente los cimientos de la institución católica gala.

Esperando ver pronto la película “Vitoria, 3 de marzo” para comentarla, que el director santanderino Víctor Cabaco ha hecho sobre la masacre obrera (cinco trabajadores asesinados y otros 150 heridos de bala) cometida por un franquismo decadente el 3 de marzo de 1976 en Vitoria, me gustaría proponerles, a modo de complemento de la película de Cabaco, el excelente documental “Llach: la revolta permanent”, del joven cineasta catalán Lluís Danés. Realizada en el año 2006, es decir treinta años después de los terribles sucesos antes comentados, el filme de Danés cuenta la historia de una canción, el retrato de la persona que la escribió y la crónica de los hechos que la inspiraron. La canción en cuestión es la sublime cantata fúnebre “Campanades a morts”; la persona que la escribió en una noche lleno de rabia ante lo ocurrido es el cantautor gerundense Lluís Llach, que tanto entusiasmó a los/as jóvenes de mi generación, y no sólo a ella; y los hechos que la propiciaron, la atroz represión de la Policía Armada (los odiosos “grises”) contra la clase obrera vitoriana, especialmente - por las víctimas causadas a balazos- durante la expulsión de la iglesia de San Francisco de Asís en la que los/as trabajadores/as se hallaban reunidos en asamblea preparando la continuación de la huelga general iniciada unos meses antes.

Si tuviera que salvar de las llamas algunas de mis películas preferidas, salvaría, junto a la obra cinematográfica de Sergei Eisenstein, la trilogía que dirigió Roberto Rossellini (1906-1977) en el segundo lustro de la década de 1940 sobre los horrores de la IIª Guerra Mundial y los años inmediatamente posteriores: “Roma ciudad abierta” (1945), “Camarada” (1946) y “Alemania año cero” (1947). En este orden son películas que, además de significar el nacimiento del neorrealismo italiano, se erigen en testimonios impresionantes del terror fascista sobre la población civil y en su lucha contra la resistencia italiana. Una trilogía que califico en conciencia de inmortal porque, tras 74 años desde la realización de la primera de las cintas evocadas, su impactante fuerza plástica, su enorme intensidad dramática y narrativa, su defensa de la vida y su denuncia del nazi-fascismo permanecen intactas, como en las grandes obras maestras del 7º arte. Una muestra cinematográfica revolucionaria que los/as comunistas y los/as antifascistas consecuentes no debemos desconocer.

“Quien lucha, puede perder; quien no lucha, ya ha perdido” (Bertolt Brecht)

En este momento solo podría contar con los dedos de una mano las películas que sobre la clase obrera me han impactado: “La huelga” (1925) de Sergei M. Eisenstein, “Tiempos modernos” (1936) de Charles Chaplin, “La sal de la tierra” (1954) de Herbert J. Biberman, “Norma Rae” (1979) de Martin Ritt y “Tocando al viento” (1997) de Mark Herman. Por supuesto que habrá algún otro filme que olvido con el paso del tiempo, y puede que ustedes también elaboren otra lista incluso mejor que la que yo propongo. Sin embargo en lo que creo coincidiremos es en que no proliferan películas que cuenten la lucha de la clase obrera desde su punto de vista. Por eso cuando un cineasta se atreve a hacerlo, y lo hace con justeza, emoción y valentía, no podemos más que congratularnos en esta casa. Inclusive si, como es el caso, su estreno no ha tenido aún lugar en España. Me estoy refiriendo al filme, “En guerre”, del realizador francés Stéphane Brizé (Rennes, 1966), que estremeció al último Festival de Cannes, y que, para abrirles el apetito, yo comento aquí en “avant première” .

Hay películas que están hechas para entretener, para pasar el rato, y está bien que sea así; otras sin embargo hacen llorar o conmueven al más pintado, y hay también algunos filmes, ciertamente muy especiales, que están hechos para revolver las tripas y sacar del espectador el desfacedor de entuertos que lleva dentro. Estas últimas son las películas que ni el paso del tiempo ni el mismísimo Alzheimer les hacen mella. Pienso a bote pronto, por citar algunos ejemplos, en la trilogía de “El padrino” de Francis Ford Coppola, en “Novecento” del recientemente fallecido Bernardo Bertolucci o en “El hombre de las mil caras” del español Alberto Rodríguez. Todas magníficas cintas, y creo, representativas de lo que aquí comento. Ahora es otra producción de nuestra tierra, la galardonada en la última ceremonia de los Premios Goya, “El reino”, del joven cineasta madrileño Rodrigo Sorogoyen (Madrid, 1981) ganador del Premio Goya a la mejor dirección, la que sin duda provoca el efecto subversivo referido, puede que incluso elevado a la enésima potencia. Y es que la historia de Manuel López-Vidal (apabullante de veracidad, Antonio de la Torre, e igualmente merecido Premio Goya al mejor actor protagonista), un influyente vicesecretario autonómico que lo tiene todo a su favor para dar el salto a la política nacional, pero que unas inoportunas filtraciones implicándolo en una trama de corrupción lo imposibilitan, es verdaderamente patética e indignante.

De vez en cuando el cine latinoamericano nos reserva alguna que otra sorpresa impresionante. En 2009 fue el thriller antifascista en el “El secreto de sus ojos” del pibe Juan José Campanella; en 2015, la denuncia implacable de la pedofilia en el seno de la Iglesia Católica chilena en “El Club” de Pablo Larraín o, en 2016, el azote de la especulación inmobiliaria en “Doña Clara” del brasileño Kleber Mendonça Filho. Ahora es otra película, “El ciudadano ilustre”, proveniente de la industria cinematográfica argentina, una de las más consolidadas en América Latina, la que nos sobrecoge y conmueve. La historia de Daniel Mantovani, un famoso y reconocido escritor argentino afincado en Europa desde hace 40 años y que recibe el Premio Nobel de Literatura, es singular y desconcertante.

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