Ni la terrible pandemia ni el criminal bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por el imperialismo yanqui desde hace 60 años, ni tampoco las grotescas maniobras desestabilizadoras financiadas por el funesto Tío Sam han impedido la celebración (exitosa además) de la 42 edición del Festival de Cine de La Habana, también conocido como Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Un certamen que en esta edición, y a causa del Coronavirus, se ha dividido en dos etapas, o como dicen los organizadores del importante evento cinematográfico: en dos dosis. La primera dosis - no competitiva - administrada presencialmente entre los días 3 y 13 de diciembre de 2020, porque - según palabras de Iván Giroud, director del Festival - “el Covid en Cuba está bastante controlado”, y la segunda dosificación – en esta ocasión competitiva – entre los días 3 y 12 del pasado mes de diciembre. Confirmándose así la no interrupción del Festival desde su creación en 1979.
Buena cosecha
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Actualidad obliga: La huelga indefinida de los obreros del metal que ha tenido lugar en Cádiz en noviembre, ha revelado una terminología revolucionaria que intereses oportunistas daban por muerta en beneficio de la paz social y la conciliación con el capital. Así, vocablos como patrón-obrero, lucha de clases, burguesía-proletariado, asambleas de trabajadores, esquiroles, represión policial, etc. se han impuesto en esos días de lucha ejemplar. Vocabulario, además, que el cine ha utilizado profusamente en numerosas películas (algunas de ellas verdaderas obras maestras) a lo largo de su historia. Por ejemplo, en “Tiempos modernos” (1936) de Charles Chaplin, “Novecento” (1976) de Bernardo Bertolucci o en “Germinal” (1993) de Claude Berri. Sin embargo, la mejor película que expone y explica la odisea que significa una huelga obrera es la extraordinaria y sublime “La huelga”, de Sergei Mijailovich Eisenstein (Riga, 1898 – Moscú, 1948). Una cinta (su primer largometraje) que el genial cineasta soviético hizo en 1924,
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Ken Loach (Nuneaton, Reino Unido, 1936) no es un director de cine al uso. No es un “buen artesano” que se amolda a modas y éxitos comerciales garantizados. El cineasta británico - de 85 años de edad - se quiere independiente, consciente, eso sí, de que la independencia en el capitalismo, incluida en la industria cinematográfica, es pura entelequia. Pese a ello, el director de “Yo, Daniel Blake” (2016) y de muchos otros largometrajes más, va a su bola, es decir, a lo que siempre ha deseado hacer en el séptimo arte: un cine comprometido política y socialmente. Ser de alguna manera la voz (o el grito) de quienes sufren los azotes inclementes de la dictadura capitalista: la clase obrera y otras capas populares. Es el caso en, “Sorry we missed you”, su última producción hasta hoy. Una crónica impresionante y desgarradora pensada y escrita en colaboración con su guionista habitual, Paul Laverty.
Semiesclavitud
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Salir del cine, en este caso salir del salón de mi casa, donde absorto he visto el implacable filme “Detroit” (2017) de la realizadora norteamericana Kathryn Bigelow (California, 1951), repitiéndome con rabia que Estados Unidos no es arquetipo de nada sino ejemplo de injusticia, violencia y represión, no es una cosa baladí sino algo esencial e importante. Y es que la película de la cineasta californiana, cuya trayectoria cinematográfica ignoraba imperdonablemente hasta ahora, tiene mucha enjundia y dedo acusador. Es decir, que la historia que narra la cinta, basada en hechos reales, habla de la sangrienta revuelta racial que tuvo lugar en la ciudad de Detroit, la urbe más poblada del estado de Michigan, en el largo y cálido verano de 1967. Unas protestas ferozmente reprimidas por la policía y el ejército norteamericanos en una década particularmente tensa y difícil para los Estados Unidos; en parte por los violentos asesinatos del presidente Kennedy en 1963 y de Malcolm X, defensor de los derechos de los afroamericanos, en 1965, pero igualmente por los estragos producidos en el ejército yanqui, y sobre todo entre los soldados negros, en la guerra imperialista de Vietnam, así como por el auge del movimiento por los derechos civiles y la desegregación liderado por el activista negro Martin Luther King.
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Hay películas que son fundamentalmente para mirar, para observar atentamente las imágenes y extraer las conclusiones que se imponen; y otras, no menos estimables, todo lo contrario, cuya función primordial es golpear el subconsciente del espectador/a (el “cine puño” que reivindicaba Serguéi Eisenstein) para así denunciar lo que el establishment intenta ocultar o tergiversar a toda costa. Es el caso del interesante filme “The mauritanian” (2021) del cineasta escocés Kevin Macdonald (Glasgow, 1967). Sin duda porque así lo ha querido el director de “El último rey de Escocia” (2006) al elegir para su historia fílmica la vida real de Mohamedou Ould Slahi, un joven musulmán nacido en Mauritania, capturado y acusado (sin prueba alguna) por el gobierno de los Estados Unidos de haber participado en la organización de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Y es que el asunto no es para la condescendencia y el olvido, sino para el oprobio y la denuncia. Por ello Kevin Macdonald, partiendo del libro “Diario de Guantánamo”, escrito por Mohamedou en 2015 tras 14 años de encarcelamiento sin cargos ni juicio en el Campo de detención norteamericano de Guantánamo, en Cuba, desvela sin tapujos las atrocidades cometidas contra Slahi y otros 780 prisioneros más. Barbaridades ejecutadas bajo las órdenes directas del ex-presidente George W. Bush y de su secretario de Defensa Donald Rumsfeld para arrancar confesiones de culpabilidad porque “alguien debe pagar por lo hecho”.
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Mientras la furgoneta de la protagonista del filme de la realizadora china-norteamericana, Chloé Zhao (Pekín, 1982), se aleja por una interminable e ignota carretera hacia el oeste de los Estados Unidos en busca de una nueva vida, aparece en la pantalla, justo antes del famoso The End, una significativa dedicatoria “a los que tuvieron que partir”. Una ofrenda que deja al espectador meditabundo sobre el futuro de esa mujer privada duramente del quimérico “sueño americano”. Y es que la resuelta Fern (desbordante de verdad Frances McDormand), que así se llama ella, una trabajadora que ha perdido a su marido, su trabajo y su hogar, al igual que muchos otros hombres y mujeres desahuciados por la crisis capitalista, ha cogido sus escasos enseres y se ha echado al camino hastiada de la vida urbana y en busca de un trabajo temporero con el que poder sobrevivir.
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Desde que Akira Kurosawa (1910-1998) tuvo conocimiento en sus inicios como cineasta del libro autobiográfico, Dersú Uzalà, del naturalista y explorador ruso Vladímir Arseniev (1872-1930), el gran director japonés quiso adaptarlo inmediatamente al cine. Si no lo hizo en aquel momento fue por no disponer de la financiación necesaria para ello. Por tanto hubo de pasar bastante tiempo, pero sobre todo que se produjeran dos acontecimientos personales de gran trascendencia, para que aquel ansiado deseo se convirtiera en realidad. Uno de los sucesos ocurrió en 1970 con la caída en depresión e intento de suicidio del genial artista tras el tremendo fracaso de su única incursión en Hollywood con la coproducción norteamericana-japonesa “Tora! Tora! Tora!”, un filme sobre el bombardeo japonés de Pearl Harbor, y el otro acontecimiento, igualmente significativo, consistió en ver cumplidos sus deseos de poder rodar una película en la URSS.
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Estrenada en diciembre del año pasado en España, esta película de animación, coproducción franco-belga-española, avalada por importantes reconocimientos en los festivales de Berlín y Valladolid, obtuvo el pasado 12 de marzo, durante la celebración de los Premios César del cine francés, el premio al mejor filme en esa categoría. Culminaba así una larga trayectoria que sus autores, el director del filme, Aurel, popular dibujante en periódicos como Le Monde o Le Canard enchâiné, y el productor, Serge Lalou, investigador en la Universidad Paul-Valery de Montpellier, habían iniciado unos años antes. “Nunca habríamos imaginado llegar hasta aquí, cuando, justo antes de empezar el lanzamiento del filme, estuvimos a dos dedos de abandonar por falta de medios. Finalmente ha sido gracias al inmenso apoyo de la región de Occitania que todo ha sido posible”, afirmaron ambos en el momento de recoger el preciado galardón.
Que jamás se olvide
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Cuando el mes pasado comenté el excelente filme del no menos interesante director norteamericano Martin Ritt, “Norma Rae” (1979), mencioné de pasada otra extraordinaria película sobre la lucha sindical y por la emancipación femenina de la opresión machista, “La sal de la tierra”, del también realizador estadounidense Herbert J. Biberman (1900-1971). Pues bien, aquella breve referencia a la cinta de este director me hizo pensar que su película merecía un mayor espacio en esta resuelta sección. Por tres razones básicamente: por cómo y en qué circunstancias se consumó el arriesgado proyecto artístico; por el talento cinematográfico y el compromiso político de su realizador (uno de los numerosos cineastas perseguidos por el macartismo en Hollywood) y para que los y las jóvenes conozcan el combate de esos artistas y este filme que, construido alrededor de la lucha de clases, es esencialmente militante y feminista.
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Con “Norma Rae” el cine se viste de mujer. De mujer proletaria. Una película realizada por el siempre interesante director norteamericano Martin Ritt (1920-1990) en 1979. Un filme del que podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que con el ineluctable paso del tiempo no ha cogido ninguna arruga. Por tanto, “Norma Rae” sigue produciendo las mismas intensas emociones y los mismos irreprimibles deseos de rebelión contra la explotación capitalista y el enfermizo machismo que el día de su estreno. Hace ahora 42 años. Entonces yo tenía 30 años y todos los molares para dentellar la vida, ahora rondo los 73 y, aunque los incisivos no están para tirar cohetes, sigo teniendo las mismas ganas de luchar y de vivir. Sentimientos que trasmite a la perfección esta cinta ejemplar.
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