Con un público en pie, conmocionado y aplaudiendo durante más de 20 minutos la película “La voz de Hind Rajab”, de la realizadora tunecina Kaouther Ben Hania, concluyó una de las jornadas más destacadas de la 82ª edición del Festival Internacional de Cine de Venecia, el más antiguo del mundo. Una película que, pese a haber figurado en todos los pronósticos como la candidata favorita para el León de Oro, máximo galardón otorgado a un largometraje en la muestra cinematográfica veneciana, al final no lo consiguió. Es decir, el día de la entrega de los premios y de la clausura del festival, el pasado 6 de septiembre, la cinta tunecina obtuvo el segundo premio del certamen: el León de Plata/Gran Premio del Jurado. Un trofeo notable en sí, pero que dejó un sabor amargo entre los presentes en el Palacio del Cine, por el hecho de que un filme que aborda de manera impresionante el genocidio palestino, también desde el punto de vista artístico, quedara relegada a un segundo plano en el palmarés. Por consiguiente, detrás de “Padre, madre, hermana, hermano”, ganadora del preciado León de Oro. Una tópica comedia sobre reencuentros familiares del realizador norteamericano Jim Jarmusch, quien, en el momento de recibir el premio, lanzó un elocuente “¡Oh, mierda!”, dejando clara su sorpresa por el obsequio recibido. Una decisión desacertada del jurado del festival, que presidido por el cineasta estadounidense Alexander Payne, desató una oleada de críticas en la prensa y en las redes sociales, tratando concretamente a su presidente de cobarde, al no concederle la máxima recompensa a la extraordinaria película pro-palestina.

“Preservar su voz”

Transformar el mundo”, ha dicho Karl Marx. “Cambiar la vida”, ha dicho Arthur Rimbaud. “Para nosotros, estos dos lemas son solo uno. Para nosotros, estas dos opciones constituyen una única y misma solución”. Con esta declaración de principios, el escritor y poeta francés André Breton (1896-1966) publicó en octubre de 1924 el “Manifiesto del Surrealismo”. Hace ahora poco más de 100 años. Un movimiento artístico y literario revolucionario que buscaba “liberar la mente humana de las restricciones de la razón, explorando el mundo de los sueños y el inconsciente”, y que empaparía de manera especial al cine producido en las primeras décadas (años 20 y 30) del pasado siglo XX. Y no sólo al séptimo arte o a las artes en general, sino también a la vanguardia comunista de aquellos años. En el fondo, el movimiento surrealista pretendía aportar a la razón que dominaba la realidad social, política y cultural, el componente de la imaginación y los sueños para enriquecerla. En definitiva, despertar, en un desafío al racionalismo y la lógica tradicional, la imaginación adormecida y el potencial creativo de las masas populares. Y, como apunto, el cine fue uno de los mejores medios para vehicular aquella “realidad absoluta: la surrealidad”, como la llamó Sigmond Freud. Un concepto que asimilado diferentemente por quienes debían transformar el mundo y la vida provocó con el tiempo un irremediable desencuentro.

Más allá de la realidad convencional

Pese a ello, el surrealismo como expresión cinematográfica marcó indeleblemente a muchos cineastas y a sus obras. Entre los primeros, y en los albores del siglo pasado, por ejemplo, a Luis Buñuel (reconocido como el precursor del surrealismo en el cine), Germaine Dulac, Man Ray, Hans Ritcher y en menor medida a Jean Cocteau; después, con el transcurrir del tiempo, y por citar solo algunos nombres, a autores como Alejandro Jodorowsky, David Lynch, Yorgos Lanthimos o David Cronenberg. Y respecto a las segundas; es decir, respecto a las obras más emblemáticas del surrealismo, que redefinieron el arte cinematográfico llevando al espectador más allá de los límites de la realidad convencional, deben citarse, entre muchas otras: “El perro andaluz” (1929), “La edad de oro” (1930), ambas de Luis Buñuel, pero también su filmografía posterior; “La concha y el clérigo” (1927), de la militante feminista Germaine Dulac, que levantó ampollas entre los biempensantes franceses, o “L’étoile de mer” (1928) del artista vanguardista norteamericano Man Ray. Pero asimismo, y más cercanas en el tiempo, “La montaña sagrada” (1973), sobre el subconsciente humano, del realizador chileno Jodorowsky; la desconcertante “Mulholland Drive” (2001), del sobrevalorado David Lynch, o la perturbadora “Profanación” (2024), del canadiense David Cronenberg. Todas con influencias surrealistas, pero muy alejadas de la declaración de principios para cambiar el mundo y la vida del fundador del surrealismo.

Rosebud

Existen películas que por sus insulsos contenidos y por su estandarización artística olvidamos con la palabra fin. Son la mayoría en la industria capitalista del celuloide donde el dinero es la clave de todo. Otras, sin embargo, nos clavan en la butaca y salimos de la sala transformados. Unas veces por la impactante historia contada, otras por la rica gama sicológica de los personajes cinematográficos inventados, y algunas, porque un “realizador comprometido” quiere saltarse las normas impuestas, quebrar el pensamiento único y hacer un cine que sea reflejo de la realidad política y social del momento. Esas son las menos abundantes. La excepción que confirma la regla, como dicen. Una regla, precisamente, que un cineasta español, comunista para más señas y de nombre Juan Antonio Bardem, rompió, en el caso del cine español, con otros directores e intelectuales en 1955, durante las controvertidas Conversaciones de Salamanca. Por varias razones decían: porque el cine hecho desde la Guerra Civil hasta aquella fecha era “intelectualmente ínfimo, socialmente falso, estéticamente nulo e industrialmente raquítico”. De ese hombre de cine, como gusta llamarse Bardem en sus memorias, que aseguraba que “el cine o será testimonio o no será nada”, me gustaría recomendar para este largo y cálido verano sus cuatro mejores cintas: “Cómicos” (1954), “Muerte de un ciclista” (1955), “Calle Mayor” (1956) y “Nunca pasa nada” (1963). Todas ellas testigos desgarradores de su época. Es decir, de la vida cotidiana de las “gentes sencillas” - y no tan sencillas - en el franquismo. Un tiempo reaccionario, anacrónico e irrespirable desconocido de la mayoría de la juventud española de nuestros días, que, aunque no sea consciente de ello, es heredera de aquellas miserias físicas, morales, sicológicas y culturales que generaba el nacionalcatolicismo. Basta saber mirar hoy estas pelis para comprobarlo.

“Habéis parado mi mundo. ¿Qué queréis? ¿Qué queréis? Os doy de comer, os pago bien. ¿Qué queréis?”. Grita descompuesto el patrón a sus trabajadores, después de que una reyerta descomunal haya puesto patas arriba su primordial y codiciado lugar de trabajo: la cocina del restaurante “The Grill”, situado en Times Square, en pleno corazón de Manhattan. Esta podría ser la síntesis ideológica que se desprende de una película desigual, pero que no deja indiferente a nadie. Al contrario, subyuga, sacude al espectador como un sonajero y lo agarra por las tripas desde principio a fin. Alonso Ruizpalacios (Ciudad de México, 1978), el director de “La cocina”, una producción mexicana de 2024, presentada en el último Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano celebrado en La Habana el pasado mes de diciembre, y por la que obtuvo los premios Coral al mejor largometraje de ficción, fotografía y sonido, como informé en esta sección entonces, adapta aquí la aclamada obra teatral “The Kitchen” (1957) del dramaturgo británico Arnold Wesker, narrando en un blanco y negro impresionante el drama de un “inmigrante ilegal” mexicano que es cocinero en Nueva York. La película empieza con la llegada de Estela, una joven migrante hispana que no habla palabra de inglés y que busca trabajo en el mencionado restaurante, donde gana su vida desde hace tres años Pedro (sensacional Raúl Briones), un muchacho mexicano, encantador y de mal carácter, que conoció hace algún tiempo. El joven trabaja en el establecimiento culinario como cocinero, mientras espera regularizar su situación laborar, y está perdidamente enamorado de Julia (brillante Rooney Mara), una camarera estadounidense blanca.

Alegoría social

Descontextualizar la historia de una película puede significar dilapidar su fuerza emocional o su posible carga crítica. No es el caso de Rita (2024), la excelente ópera prima de la joven y conocida actriz sevillana (“Sólo mía”, “Lucía y el sexo”) Paz Vega. La novel realizadora hispalense sabe lo que quiere contar y nada la disuade de su objetivo. Planta su cámara con tino, escribe un guion perfecto y, como si toda su vida lo hubiera hecho, filma con intuición y talento. Dominando el encuadre, el espacio y el tiempo. Privilegiando un ambiente claustrofóbico que clava al espectador en su butaca. Desechando artificios prescindibles y logrando, con tan solo sutiles pinceladas sociológicas, implantar su historia en el contexto que le interesa. Es decir, en la Sevilla de los años 80, en una España obcecada con la Eurocopa de fútbol y durante los últimos alientos de la alambicada Transición lastrada por más de cuarenta años de franquismo. Y es en ese entorno social y político, y en un barrio humilde de las afueras de la capital sevillana, donde la cineasta lleva a cabo su personal ajuste de cuentas con el pasado narrándonos una parte decisiva de la vida de una familia obrera compuesta por José Manuel, María y sus dos hijos, Rita y Lolo, de 7 y 5 años: la de la toma de conciencia de una niña perspicaz y receptiva que a golpes va alejándose de la infancia.

Cine neorrealista

Todo pasa por el filtro que son los ojos inocentes de Rita (sobrecogedora Sofía Allepuz): la violencia machista de un padre brutal que se cree con derecho a todo; la sumisión de una madre sensible e inteligente que prefiere callar y obedecer a su esposo para proteger a sus hijos; y, finalmente, el pánico que atenaza a Lolo, el hermano menor de Rita, cada vez que su progenitor se enfurece injustificadamente. Un cine, por consiguiente, alejado de costumbrismos y trivialidades estilísticas a los que nos tiene acostumbrados el cine español últimamente. Muy cerca de lo más granado del cine neorrealista, desde “Ladrón de bicicletas” (1948) de De Sica hasta “Mamma Roma” (1962) de Pasolini, pasando por “Los 400 golpes” (1959) de François Truffaut. Por tanto, un filme de inesperada y reconfortante madurez  artística y conceptual, con clarividentes y eficaces actores, que, ahorrándonos en todo momento la violencia explícita en las imágenes, nos habla de temas que siguen siendo de tremenda actualidad: violencia de género, feminismo, machismo, alienación de la clase obrera en el capitalismo, drama de las madres solteras, etc. Cuestiones de importante calado social como para que desde las páginas de  esta publicación comunista demos la bienvenida a películas tan sorprendentes y gratificantes como la de esta prometedora cineasta andaluza.

Rosebud

Fue viendo “La infiltrada” (2024), película de la cineasta bilbaína Arantxa Echevarría sobre las vicisitudes de una agente de policía infiltrada en ETA para desarticular el comando Donosti, y su repercusión en la opinión pública, que pensé  comentar en esta sección, excepcionalmente,  dos filmes que versan también sobre el mismo tema: los años de plomo de la lucha contra ETA. Dos cintas que consideradas menores cinematográficamente tratan de tragedias mayores y de su impacto en la sociedad española. Una de ellas tuvo lugar el 10 mayo de 1981, tras el atentado de ETA en Madrid contra  el teniente general Joaquín Valenzuela y unos meses después del intento de golpe de Estado del 23-F. Luis Montero García, Luis Cobo Mier y Juan Mañas Morales eran tres jóvenes que viajaban de Santander a Pechina, en la provincia de Almería, para asistir a la primera comunión del hermano de uno de ellos. En el trayecto fueron detenidos, torturados y calcinados en el barranco de Gérgal por la Guardia Civil que los consideró, sin prueba alguna, peligrosos etarras. La película, “El caso Almería” (1984), que es asimismo un excelente libro de investigación del periodista granadino Antonio Ramos Espejo, la dirigió Pedro Costa, y además de rendir justicia a los bárbaros hechos, demuestra cómo en un contexto social como el que recoge el filme se hizo una película valiente que desvela alguna podredumbre de las instituciones del Estado español. Hoy, seguramente, sería muy diferente.

Nunca más

“Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho”, le dijo más o menos Don Quijote a su fiel escudero Sancho Panza mientras buscaban con denuedo a la bella Dulcinea. Aquí, en este intenso e impactante filme del cineasta alemán Edward Berger (Wolfsburgo, 1970), director de películas tan sugestivas como Jack (2014) o Sin novedad en el frente (2022), no es a la dulce fémina de El Toboso que pesquisan, sino algo más perverso y sombrío. Algo que quita literalmente el sueño al cardenal decano Thomas Lawrence (impresionante Ralph Fiennes), encargado tras la muerte del sumo pontífice de reunir el colegio cardenalicio de la iglesia católica para elegir de forma vitalicia un nuevo papa. Una tarea que, contrariamente a lo que envuelve la mitificación del acto, se va a revelar sumamente intrincada y ardua; mostrando a lo largo del absorbente metraje los escabrosos y retorcidos caminos que conducen, según ellos dicen, al señor. Es decir, exponiendo una realidad desmitificadora, preñada de intereses personales, racismo, manipulaciones rastreras, confrontaciones ideológicas e inconfesables dudas (incluida la de la existencia de Dios), que cada uno de los prelados reunidos en cónclave lleva cargada sobre sus espaldas de simples, y nada ejemplares, humanoides. Asuntos que, además, se manifiestan cruda y hasta violentamente en un recinto suntuoso y hermético (la Capilla Sixtina) mientras en el exterior, es decir en la irrebatible realidad, un mundo capitalista plagado de miseria, injusticias, atentados y conflictos armados interminables se descompone irremediablemente.

No es oro todo lo que reluce

Parafraseando libremente a Bertolt Brecht osaré afirmar que ha habido y hay pueblos que luchan muchos años y son admirables pero que también los hay que luchan toda la vida, son los imprescindibles, es decir, pueblos ejemplares para la humanidad combatiente. Es el caso del heroico pueblo palestino. Paradigma de abnegación y coraje revolucionarios en defensa de sus derechos inalienables y de su mortificada tierra. La de sus ancestros, la que les vio nacer, morir y renacer constantemente de sus cenizas. No Otra Tierra. De eso, y de otras cosas más, va este veraz, hiperrealista e impresionante documental realizado colectivamente en 2024 por Basel Adra, Hamdan Ballal, Yuval Abraham y Rachel Szor. Una coproducción Palestina-Noruega que muestra de manera espeluznante la barbarie que a diario cometen las hordas sionistas (militares sádicos y colonos voraces) en materia de allanamientos, desalojos y demolición de viviendas y escuelas palestinas. Atrocidades a las que asiste el espectador estupefacto y con los puños cerrados de rabia durante el deambular desesperado del joven activista palestino Basel Adra por la región de Masafer Yatta. Un grupo de 19 aldeas palestinas (unos 36 kilómetros cuadrados) situadas en el extremo sur de Cisjordania. Justo en el borde de la línea de demarcación que se estableció en el armisticio árabe-israelí de 1949. Un lugar en el que con el pretexto de construir campos de tiro, la entidad sionista con su fanática soldadesca y sus temidos buldóceres saquea viviendas, masacra al primero que se oponga  y expulsa masivamente a indefensas mujeres, ancianos y niños palestinos. Barbaridades a las que pese a todo Basel y los habitantes expulsados combaten organizándose y luchando; y en algunas ocasiones siendo ayudados por Yuval Abraham, un joven periodista israelí que bien podría simbolizar una más que improbable alianza.

Dos días antes de que la 45.º edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano concediera sus premios Coral a una rica y extensa muestra cinematográfica, concretamente el pasado 11 de diciembre, el Presidente de la República de Cuba, Miguel Díaz-Canel, sostuvo un encuentro en el Palacio de la Revolución con medio centenar de realizadores, productores, teóricos, promotores, artistas e intelectuales vinculados al Séptimo Arte de la región, el mundo y Cuba. Quiso Diaz-Canel “tributarles un sentimiento de agradecimiento por la presencia en el Festival habanero”, al tiempo que reconoció a la dirección y a los trabajadores del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC) por su “capacidad de organizarlo en medio de las difíciles condiciones por las que atraviesa la nación”.

Disfrutando del cine

Con esas premisas la cuadragésimo quinta edición del Festival, una de las que ha levantado mayor entusiasmo y solidaridad internacional, y con “un público, según la actriz cubana Eslinda Núñez, feliz, contento, de salas llenas, disfrutando de poder ir al cine”, ha otorgado los premios Coral al mejor largometraje de ficción, fotografía, sonido y edición al filme La cocina, del director mexicano Alonso Ruízpalacios. Ganador, además, del premio de la prensa cinematográfica internacional FIPRESCI. Una excelente película escrita por Ruízpalacios, y que, basada en la aclamada obra teatral The Kitchen (1957), de Arnold Wesker, narra, en un blanco y negro magnífico, el drama de un inmigrante mexicano que es cocinero en un restaurante para turistas de la ciudad de Nueva York. Por otro lado, los premios Coral de dirección, mejor interpretación femenina y masculina, y el otorgado a la mejor dirección artística, fueron a parar a la película El Jockey, del cineasta argentino Luis Ortega. El filme, un thriller sicológico protagonizado por el actor bonaerense Nahuel Pérez Biscayart (Un año, una noche) y la actriz española Úrsula Corberó, cuenta la historia de un jockey legendario que, debido a su comportamiento autodestructivo y su conexión con la mafia, pondrá en peligro su vida y la relación con su pareja. El Coral al mejor guion fue para el chileno Vinko Tomicic por su película El ladrón de perros. La cinta cuenta la historia conmovedora de un huérfano que quiere salir de la pobreza y discriminación en las que vive.

Fundada en 1932, Libros Connolly es la librería radical más antigua de Irlanda (animo a leer acerca de su interesantísima historia en su página web, connollybooks.org). Se denomina así en honor a James Connolly (1868–1916), posiblemente la mayor de las figuras del socialismo irlandés. Cerca del archiconocido Temple Bar, esta librería se encuentra en la actualidad en 43 East Essex Street, localización que también alberga la sede principal del Partido Comunista de Irlanda (CPI, por sus siglas en inglés), de ideología marxista-leninista.

Libros Connolly captó mi atención desde el primer momento en que pasé por su puerta. Su interior, en apariencia antiguo, estaba entonces repleto de personas compartiendo un rato de camaradería, y su magnético escaparate, el cual hospeda textos de enorme relevancia y objetos varios como un cuadro con una fotografía de Dolores Ibárruri, me fascinó de inmediato. Tenía que volver con tiempo.

Una tarde, a la salida de mi despacho en Trinity College, me acerqué a Libros Connolly con la intención de descubrir con calma el material disponible: libros de historia de Irlanda, textos políticos, clásicos del marxismo, escritos sindicales, sobre feminismo y cuestiones medioambientales, literatura progresista, filosofía, revistas y otras publicaciones radicales (además de ropa, banderas, etc.). Aprovechando que estaba en Irlanda, y con objeto de saber más acerca de su historia política, compré el libro «The Provisional IRA: From Insurrection to Parliament» escrito por Tommy McKearney, un antiguo miembro del Ejército Republicano Irlandés (IRA, por sus siglas en inglés) Provisional. En este libro, McKearney analiza las razones tras la formación del IRA Provisional, su desarrollo, dónde se encuadra en la actualidad esta corriente dentro del marco del republicanismo irlandés, y sus perspectivas de futuro.

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