En junio de 1981, un mes después de la elección de François Mitterrand a la presidencia de la República francesa, las elecciones legislativas dieron a la extrema derecha el 0,35% de los votos emitidos. Por su parte,  el fascista Jean-Marie Le Pen, candidato del Frente Nacional por París, apenas obtuvo el 4 %. Desde entonces mucha agua ha corrido bajo los puentes del vecino país, y muchos engaños, renuncias y estrategias maquiavélicas de parte de la llamada izquierda, es decir de la socialdemocracia, han conducido, en las últimas elecciones municipales del pasado mes de marzo, al desaliento de la clase obrera, y al mismo tiempo a avivar la bestia inmunda del fascismo.

Con el 39% del electorado pasando olímpicamente de votar –cerca del 50% si contabilizamos los votos en blanco–, los resultados muestran un claro deslizamiento del mapa político galo hacia la derecha y ultraderecha. El Partido Socialista (PSF), actual gobernante, consigue el 40,57% de los votos válidos y pierde 155 municipalidades de más de 9.000 habitantes, entre ellas Toulouse, Reims y Saint-Étienne: un soberano batacazo. Los partidos situados a la izquierda del PSF, es decir el NPA (Nuevo Partido Anticapitalista) y el FdG (Frente de Izquierdas) principalmente, obtienen resultados insignificantes: el 0,6 y el 2 por ciento respectivamente, y el Partido Comunista (PCF), que se presentaba acompañando las listas del Partido Socialista en un intento desesperado por mantener los ayuntamientos que tenía, se hunde literalmente, apareciendo como una fuerza política sin implantación nacional, y desprestigiada ante los trabajadores. Todo ello como consecuencia de la política que realmente defienden los socialdemócratas: los intereses capitalistas y las exigencias de Bruselas (50.000 millones de recortes sociales prevé el gobierno para los dos próximos años); también como resultado del oportunismo político de quienes estiman que la lucha por el socialismo es un anacronismo, e igualmente por la política imperialista practicada por Francia en África (invasiones de Mali, República Centroafricana, etc.). Sin olvidar tampoco los 5 millones de parados (11% de la población activa) y los 8 que viven en la pobreza. Y ya saben ustedes, quien siembra vientos recoge tempestades.

Y la tempestad electoral ha traído en primer lugar una abstención récord, en su inmensa mayoría procedente del electorado de izquierda, entendida ésta como castigo a infligir a sus falsos representantes, y en segundo término, la victoria de la UMP (Unión por un Movimiento Popular), alianza de derechas, con un 45,91%, y ello pese a sus luchas intestinas y a los numerosos escándalos de corrupción que la corroen. Y lo que es más preocupante, la tormenta ha traído el avance pernicioso del Frente Nacional de la fascista Marine Le Pen –hija de su padre– quien, habiendo gozado del tratamiento de “un partido como los demás” por los medios de comunicación durante toda la campaña electoral, y sin haberse presentado en todo el territorio nacional, ha obtenido el 9% de los votos, y por primera vez 14 ayuntamientos (entre ellos los de Béziers, 70.000 habitantes y Fréjus, 50.000 habitantes), y más de 1300 concejales, convirtiéndose en la tercera fuerza política francesa después de la UMP y del PSF. Y eso a la espera de lo que ocurra el 25 de mayo en las elecciones europeas. Un tiempo suficientemente largo como para que incube el huevo de serpiente y el nauseabundo ofidio crezca.                    

José L. Quirante

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