En Ucrania está pasando algo inimaginable hace pocos años.

El fascismo actúa como poder real en un país que vive una situación de caos político y social.

Algunos de los principales dirigentes realizan discursos aun encapuchados, pero en las camisas exhiben una esvástica estilizada como símbolo de sus opciones ideológicas.

Bandas de esa escoria humana asaltan y destruyen sedes del partido comunista, exigen la expulsión de rusos y judíos, la ejecución sumaria de adversarios políticos, invaden la Rada (Parlamento) y retiran de allí y humillan diputados que los critican.

Esas bandas actúan con disciplina militar, exhibiendo armamento moderno entregado por organizaciones de los países centrales de la Unión Europea y, según algunos observadores, por la CIA.

El apoyo oficial de Occidente dicho democrático al fascismo es evidente.

Dirigentes de Alemania, de Francia, del Reino Unido no esconden su satisfacción. La baronesa británica Catherine Ashton, responsable por las relaciones internacionales de la UE, corrió a Kiev para ofrecer apoyo al «nuevo orden» ucraniano.

Van Rompuy, el presidente de la Unión, también expresó su alegría por el nuevo rumbo de Ucrania. Se habla ya de una ayuda económica de 35 mil millones de dólares de la UE, de los EEUU y del FMI en el momento en que sea instalado en Kiev un «gobierno democrático».

Extraña concepción de la democracia perfilan los señores de Bruselas y Washington.

Viktor Yanukovitch dejó una herencia costosísima. Totalmente negativa. Gobernó como un déspota y será recordado como un político corrupto, que acumuló una gran fortuna en negocios ilícitos.

¿Pero son demócratas los parlamentarios que controlan hoy la Rada y reciben la bendición de la Unión Europea? Con pocas excepciones, los miembros de los partidos que se presentan ahora como paladines de la democracia y defensores de la adhesión de Ucrania a la Unión Europea mantuvieron íntimas relaciones con la oligarquía que, bajo la presidencia de Yanukovitch y en el gobierno de Julia Timoshenko, robaron al pueblo y arruinaron el país, conduciéndolo al borde de la bancarrota.

Esa gente carece de legitimidad para presentarse como interlocutora de los gobiernos europeos que, con hipocresía, les transmiten felicitaciones.

La situación existente es además tan caótica que no está claro quien ejerce el poder, compartido por la Rada y por las organizaciones fascistas, que ponen y disponen en Kiev y en decenas de ciudades, practicando crímenes repugnantes ante la pasividad de la policía y del ejército.

La hipocresía de Occidente

La hipocresía de los dirigentes de la Unión Europea y de los EUA no sorprende.

El discurso sobre la democracia es farisaico de Washington a Londres y París.

Invocando siempre valores y principios democráticos, esos dirigentes son responsables por agresiones a pueblos indefensos, y, cuando eso les interesa, por alianzas con organizaciones islámicas fundamentalistas fanáticas, armándolas y financiándolas.

Eso ocurrió en Irak, en Libia, en las monarquías feudales del Golfo.

En América Latina, Washington mantiene las mejores relaciones con algunas dictaduras, y promueve golpes de Estado para instalar gobiernos fantoches. Entretanto, monta conspiraciones contra gobiernos democráticos que no se someten; siempre en nombre de la democracia de la que se dicen guardianes.

Los gobiernos progresistas- Venezuela Bolivia, Ecuador- son hostigados como enemigos de la democracia, mientras gobiernos de matices fascistizantes -Colombia, Honduras- tratados como aliados preferenciales y definidos como democráticos.

Lecciones de la historia

La ascensión del fascismo en Europa no es un fenómeno nuevo.

En el Tribunal de Nuremberg que juzgó a los criminales más destacados del III Reich se afirmó repetidamente que el fascismo sería erradicado del mundo.

Esa fue una esperanza romántica. Antes mismo de ser anunciadas las sentencias, ya la Administración Truman estaba organizando la ida clandestina para los EUA de conocidas personalidades nazis, algunas contratadas por universidades tradicionales.

Simultáneamente, los gobiernos del Reino Unido y de los EEUU mantuvieron excelentes relaciones con los fascismos ibéricos. Salazar y Franco fueron tratados como aliados.

Cuando Yugoslavia se disgregó, Serbia, calificada de comunista, fue tratada como estado enemigo, pero Washington, Londres y Alemania Federal establecieron relaciones de gran cordialidad con Croacia cuyo gobierno estaba infestado de ex-nazis.

Tras la desaparición de la Unión Soviética, cuando Rusia se transformó en un país capitalista, el fascismo comenzó a levantar cabeza en Europa Occidental.

En Francia, Le Pen llegó a disputar la Presidencia de la República a Chirac en una segunda vuelta. En Alemania, el partido neonazi afirma públicamente su nostalgia del Reich hitleriano. En Austria, en Holanda, en Italia, en las repúblicas bálticas, partidos de extrema-derecha conquistan sectores importantes del electorado. En el primer de esos países el líder neonazi participó en un gobierno de coalición.

En España la extrema-derecha exhibe una agresividad creciente. Hasta en Suecia, en Dinamarca, en Noruega, grupos neonazis vuelven a las calles con arrogancia.

En Portugal, el fascismo, sin ambiente, está infiltrado en los partidos de derecha que desgobiernan el país.

Reavivando la memoria

La tragedia ucraniana –cumplo un deber recordando esa evidencia- no tendría sido posible sin la complicidad de la Unión Europea y de los EEUU.

En su estrategia de cerco a Rusia (incomoda por su poderío nuclear), los gobiernos imperialistas de Occidente y sus servicios de inteligencia incentivaron las fuerzas extremistas que sembraron el caos en Ucrania occidental, abriendo la puerta a la onda de barbarie en curso.

Fueron las autodenominadas democracias occidentales quienes financiaron y armaron las bandas fascistas que sueñan con progroms de comunistas y exigen arrogantemente la adhesión de Ucrania a la Unión Europea.

No surgió mágicamente, de un día para otro, esa escoria.

El fascismo tiene raíces antiguas en Ucrania, sobre todo en las provincias de Galitzia, de mayoría católica uniata, que pertenecieron al Imperio Austro-Húngaro y, tras la I Guerra Mundial, fueron anexadas por Polonia.

Cabe recordar que 100.000 ucranianos lucharon contra la Unión Soviética integrados en la Wehrmacht y en las SS nazis.

Eses colaboracionistas fueron, felizmente, ínfima minoría. La aplastante mayoría del pueblo resistió en aquella República soviética con bravura y heroísmo la barbarie alemana responsable durante la ocupación, por la muerte de cuatro millones de ucranianos y ucranianas.

Pero no es por acaso que traidores como Stefan Bandera, aliado de las hordas invasoras, hayan sido proclamados héroes nacionales por los extremistas de derecha de Kiev.

Hoy, el júbilo de los gobernantes de la Unión Europea por los acontecimientos de Ucrania trae a la memoria la irresponsabilidad de Chamberlain y Daladier cuando festejaron el Acuerdo de Múnich, prólogo del holocausto de la II Guerra Mundial.

Lejos de mí la idea de establecer un paralelismo entre épocas y situaciones tan diferentes.

El horizonte próximo de Ucrania se presenta cargado de incógnitas.

Pero recordar Múnich es tomar conciencia que el fascismo no fue erradicado de la Tierra, patria del ser humano. Hay que dar combate sin cuartel al fascismo a nivel mundial .

Miguel Urbano Rodrigues

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