La contradicción entre el alto desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción cobra más actualidad que nunca, a partir del desarrollo de la Cuarta Revolución Industrial (robótica, inteligencia artificial, nanotecnología, computación cuántica, biotecnología, Internet de las cosas, impresión 3D y vehículos autónomos) y a la vista de la crisis general del sistema capitalista.

Por ejemplo, el debate en la Unesco sobre la IA, sobre su incursión en la búsqueda de soluciones al problema de la desigualdad en materia de acceso al conocimiento, investigación y diversidad de las expresiones culturales, sobre la implementación de garantías para que la IA no amplíe la brecha tecnológica dentro de los países y entre ellos, sobre su desarrollo ético… se resquebraja ante la evidencia del uso (¿experimental?) que las Fuerzas Armadas del Ente sionista y criminal está llevando a cabo en Gaza, a través de la automatización “Lavanda”, un algoritmo que selecciona con “mayor eficacia metódica”, objetivos de guerra humanos, incluyendo niños.

Indiscutiblemente, la cuestión ética del desarrollo de las fuerzas productivas, no solo no se debe dejar de lado en el análisis, sino que debiera ocupar un espacio central. Es precisamente el humanismo, en la concepción científica del término que Marx nos brinda, lo que nos impulsa a buscar el “ser nuevo”.

Es el elemento sobre el que pivota el  instinto de clase revolucionaria, el que nos empuja a cambiar el mundo que nos rodea para mejorarlo. Sin embargo, siendo este un motivo más que suficiente para legitimar nuestra actuación transformadora, la propia dialéctica sobre la que se asienta la realidad nos impide fraccionar sectariamente el problema. Las cuestiones objetivas, al margen de valoraciones morales, deben formar parte de la ecuación. Esa es la diferencia de la ciencia social marxista de otros posicionamientos ideológicos, el método científico debe estar rigurosamente explicitado.

Así, la cuestión objetiva que planteamos es si el desarrollo actual de las fuerzas productivas presuponen las condiciones materiales para una salida al socialismo, capaz no sólo de acabar con la dualidad contradictoria entre el alto grado de desarrollo de las fuerzas y el sistema capitalista de producción y de apropiación, sino de trascender y desarrollarse todavía más y mejor  bajo el paraguas del socialismo. Desde otra óptica, ¿las relaciones de producción suponen un freno al desarrollo de las fuerzas productivas?

En primer lugar, debemos esclarecer el propio concepto de fuerzas productivas desde nuestra posición actual y hacer algún ajuste en un momento en que muchos sectores de la sociedad proponen una suerte de decrecimiento económico frente a la nueva realidad climática y ambiental, la escasez de los recursos “clásicos” energéticos, la inviabilidad de la transición ecológica, el cénit extractivo de las materias primas...

Karl Marx afirmó que todos los cambios en la vida social,  se originan en la transformación de las fuerzas productivas. El desarrollo de estas se expresa así, de forma primigenia, mediante la conquista de la naturaleza. Las fuerzas productivas son un reflejo de la capacidad real de la humanidad para crear riqueza y asegurar su propio desarrollo. Cuando esa riqueza es apropiada por una minoría de personas, se pervierte el propio concepto de desarrollo.

Por lo tanto, tenemos que desechar cualquier identificación del “valor” como término absoluto y “sine qua non” del hecho productivo. El valor es consecuencia inicua con que el capitalista somete al trabajo humano. Este, de ser elemento emancipador, se esclaviza en la productividad (de valor) como resultado de su conjunción con herramientas y maquinaria, materias primas  y recursos energéticos, ingredientes que conjurados en el caldero del Capital, es capaz de  reproducirlo a escala ampliada. La realización de un “milagro” que esconde las relaciones de producción y el Trabajo como elemento generador de Riqueza. Pero incluso bajo este parámetro, la productividad como “valor” y todos sus elementos generadores están en crisis.

El efecto de la sobreacumulación, el despilfarro de recursos finitos, de apropiación por cada vez menos manos de un trabajo cada vez más socializado, hace tensar más la contradicción entre el esquema productivo y las relaciones subyacentes.

El capitalismo, una vez superada su “fase histórica de desarrollo”, adquiere un trastorno autoinmunitario capaz de atentar contra la propia concepción de riqueza social, destruyendo físicamente esos mismos elementos que son capaces de generarla, incluyendo la fundamental, la fuerza de trabajo. En esa dinámica, se van minando incluso sus cimientos, dejando corroído un sistema que no se sostiene por sí mismo.

Las fuerzas productivas se especializan en crear mercancías con “tara” y planificada vida limitada para asegurar el ciclo de consumo, desperdiciando los recursos escasos necesarios para desarrollarlos en el futuro y convirtiendo nuestro mundo en un gran vertedero hipotecado a perpetuidad. Dilapidamos insumos para crear mercancías inanes, vanas o fútiles, que unos pocos consumidores despilfarramos, mientras gran parte de la humanidad, ajena a esa categoría de la mercadotecnia, no puede acceder a lo sustancial.  La industria de la guerra, bajo la lógica del capitalismo genera “valor”, es decir, riqueza para unos pocos, pero a la vez arrasa con el planeta, con su biodiversidad, con el propio ser humano antropocéntrico y todas sus creaciones materiales e inmateriales, morales...

A pesar de las diversas teorías del desarrollo sobre las que se apoyan los organismos internacionales como el Banco Mundial o el FMI, ya en 1915 Lenin escribió que solo un puñado de países controlaban la tecnología, las fianzas y los recursos del mundo. Han pasado más de cien años desde entonces y ese selecto grupo de países ha cambiado poco, consolidando un desarrollo desigual que bajo la sombra del imperialismo trasfiere sistemáticamente riqueza del Sur Global al núcleo central de las economías capitalistas.

Superada ya la fase de ilusión, por la cual el capitalismo posibilita un desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas, se hace imprescindible, por mera supervivencia, un cambio radical en las relaciones de producción. Se dan las condiciones materiales para ello.

Con las herramientas que tenemos en nuestras manos podríamos producir alimentos suficientes para acabar con el hambre en el planeta. El ejemplo de China, con todas sus contradicciones, sacando de la pobreza a ochocientos cincuenta millones de personas en cuatro décadas es una muestra de lo que la planificación económica y el interés de la mayoría social es capaz de realizar. O acabar con el analfabetismo. Con una tasa de alfabetización del 99,8 % de la población, Cuba es según la Unesco el país de América Latina con la más alta escolarización. Podríamos extender el sistema sanitario y de salud a todo el planeta. Dedicar recursos y esfuerzos intelectuales y materiales a la investigación, incluyendo la búsqueda de remedios para aquellas “enfermedades raras” que en el capitalismo no resultan rentables porque tienen “poco mercado”. Ejemplo de progreso lo encontramos en la URSS. La duración media de la vida era de 32 años entre 1897-1898 y de 44 años el período 1926-1929 y fue capaz de desarrollar con planificación activa y presente de los sindicatos obreros, las cooperativas agrarias, los soviets y la población en general, una inmensa red sanitaria como nunca se había puesto en funcionamiento, alcanzado a cada uno de los rincones de la extensa URSS, incluidos los más alejados y remotos.

¿Qué no podríamos alcanzar hoy en día bajo la planificación superior del socialismo con la meta del comunismo en el horizonte? La ampliación universal del Bienestar con una base ajena al consumo, centrada en las necesidades satisfechas, en armonía con lo que nos rodea, garantizando el futuro, la supervivencia propia del ser humano y del planeta. Un bonito futuro que podemos alcanzar con nuestra lucha, confrontando con la distopía que nos propone el capitalismo.

Kike Parra

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