La hegemonía de EE. UU. ha perdido terreno, tanto en su capacidad de enfrentarse a los que en el mundo reclaman el establecimiento de un nuevo orden, distinto al «basado en reglas», como en la ventaja que significa la dependencia económica de sus rivales geopolíticos, que no admiten tan mansamente ni su supremacía ni sus dictados.
Llegó el mes de julio y… ¡sorpresa!, no hubo suspensión de pagos en EE. UU. porque aumentó, gracias a la aprobación del Congreso, su capacidad de endeudarse, eso a lo que llaman «techo de la deuda».
Por la «varita mágica» de un acuerdo del Congreso, pudo el Gobierno estadounidense pagar los intereses de su deuda, y no hubo recargos por incumplimiento, y siguieron cobrando los empleados públicos (incluyendo los militares), los jubilados y pensionados, los proveedores del Gobierno, y se mantuvieron –y se incrementaron– los gastos en Ucrania para el mantenimiento del régimen de Zelenski, y hasta se exacerbaron las tensiones con China, por los vaivenes de la política exterior de Biden.
De manera que, aunque solo aparentemente, todo sigue igual, pues no se produjo la devaluación crediticia del dólar que, moralmente, lo hubiera devaluado, todavía más, como moneda de uso mundial.
La apariencia radica en que, aunque la moneda de EE. UU. sigue en pie como divisa internacional predominante, simultáneamente es cada vez menos utilizada, lo que se expresa en el denominado proceso de desdolarización, cuya más reciente manifestación fue el pago de Argentina al Fondo Monetario Internacional (FMI), en yuanes y Derechos Especiales de Giro (DEG), por 2 700 millones de dólares; evidencia de los cambios que se producen en la estructura financiera mundial, que hasta incluyen al FMI, una institución occidental que, en su momento, fuera creada para servir a EE. UU.
Y en tanto la desdolarización está en proceso, en la inmediatez la nación del norte de América sigue recibiendo el «derecho de señoreaje» (la diferencia entre el costo de emitir el dinero y el valor nominal que representa ese mismo dinero), a pesar del deterioro financiero del país que había podido imponer su moneda como dinero universal, en la Conferencia de Bretton Woods, en 1944.
Lo anterior sigue produciéndose porque –como es conocido, aunque no suficientemente comprendido– la divisa más utilizada en el mundo, como dinero fiduciario que es, no tiene valor intrínseco alguno, y circula solo basado en la confianza, la fe, la esperanza, el ojalá… que el Banco Central de EE. UU., la Reserva Federal que lo emite, lo respalde con un valor real capaz de garantizar su valor nominal o, más exactamente, que sea un «medio de circulación» creíble, sin importar la forma que este adopte, sean billetes de banco, cheques, tarjetas de crédito o dinero digital para efectuar transacciones.
En el contexto, y antes de continuar, resulta oportuno recordar que ee. uu. solo pudo garantizar el cumplimiento de sus compromisos en Bretton Woods hasta 1971, cuando el presidente de turno decretó la imposibilidad de cumplir con el precio acordado en la conferencia (35 dólares la onza troy, que lo hacía «tan bueno como el oro»).
Sin importar que el retiro de la convertibilidad, base de los acuerdos de 1944, había hecho nulos todos los demás, EE. UU. (en realidad la Reserva Federal, una sociedad anónima que representa al Estado norteamericano) mantuvo los privilegios que había recibido con ellos.
De lo anterior, la «teoría» –y la práctica económica y financiera global– prefiere no hablar; por ello centra el discurso en las mucho más convenientes manifestaciones fetichistas del dinero funcionando en las condiciones de lo que han denominado «orden basado en reglas».
Para entender mejor el párrafo anterior, solo habría que agregar, para conocimiento general, que el «techo de la deuda», o más claramente, la cifra máxima que autoriza el Congreso al Ejecutivo para endeudarse, ha sido aumentada 79 veces desde 1960, incluyendo la más reciente. Así, la deuda actual de EE. UU. en el momento de escribir estas líneas (se incrementa a cada segundo; si el lector decide cerciorarse en la web, ya será mucho mayor) asciende a 32 332 476 257 876 billones de dólares (la cifra se lee en millones de millones de dólares), equivalentes al 122,12 % del PIB anual de la nación del Norte, según el sitio web www.usdebtclok.org. (En 1980, era el 34,62 %, y en 2000, el 57,28 %).
De acuerdo con los datos disponibles, más del 75 % se encuentra en manos de nacionales de EE. UU., lo que incluye a la Reserva Federal, su Banco Central –que, ya dijimos, es una sociedad anónima–, y también a todos los tenedores de dólares, entre los que se encuentran los países que los tienen formando parte de sus reservas (China, en primer lugar), y hasta a los particulares que los poseen.
Como la corporatocracia de EE. UU. supuso que el Consenso de Washington y el neoliberalismo habían conducido al país a la pérdida de su posición hegemónica global, al margen del discurso neoliberal y globalizador aparecieron, primero, Trump y el trumpismo con su política proteccionista dirigida a «desglobalizar la globalización», para tratar de detener el acelerado traslado del eje geopolítico global hacia la región Asia-Pacífico, y ahora Biden y el bidenismo con su declarado intento de alcanzar un Nuevo Consenso de Washington (y con este, una bidenomics que rememoraría, aunque en contraposición, la reaganomics neoliberal), considerada culpable del ascenso de China y del deterioro de las posiciones de EE. UU. en el mundo.
Así quedó explícito en el discurso de Jake Sullivan –asesor de Seguridad Nacional de Joseph Biden–, cuando en la Brookings Institution se refirió a un Nuevo Consenso de Washington en la política económica global, y dejó dicho que alentaría la dirección estatal del desarrollo, fortalecería los estándares laborales y atendería los problemas del clima, a la vez que reduciría la interdependencia económica entre potencias rivales, todo ello puesto en función del crecimiento económico, la conservación del medio ambiente y la humanización de la economía global.
No puede pasarse por alto que la política fiscal expansiva del actual Gobierno de EE. UU. (que, como sabemos, no ha sido privativa del bidenismo), tanto la destinada a los gastos militares como las multimilmillonarias propuestas de inversiones a cargo del Estado para restablecer la economía interna –en infraestructura e industria de alta tecnología, entre otros megaproyectos–, todos inflacionarios instrumentos de política económica keynesiana dirigidos a lograr el crecimiento económico, solo pueden lograrse mediante la emisión monetaria, con alto impacto sobre la ya descomunal deuda a la que se ha hecho referencia, y cuyos efectos no pueden ser combatidos como pretende la Reserva Federal de EE. UU., solo subiendo la tasa de interés.
Pocas dudas caben de que, como proclama el propio bidenismo, la actual situación de la economía de ee. uu. no es satisfactoria. Al problema de la deuda debe agregarse el de la deteriorada infraestructura que la administración pretende restaurar; también el de la incapacidad para satisfacer el consumo interno, dada la atrofiada base industrial y la alta dependencia de las importaciones desde China.
Lo curioso es que, al propio tiempo que se pretende hacer crecer la economía mediante subsidios e inversión pública directa desde el gigante asiático, deliberadamente se aumentan las tensiones con ese país, con el propósito explícito de impedir su crecimiento y hasta de recomponer las «cadenas globales de valor», a pesar de que ello enlentecería, al menos en el corto plazo, los volúmenes de comercio, al intensificarse las tendencias al acercamiento (nearshoring) y al comercio amistoso (friendlyshoring).
Todo eso EE. UU. lo hace acompañar de amenazas, sanciones e incluso desaguisados diplomáticos que van desde la intromisión en los asuntos internos de la contraparte, calificar de dictador a su Presidente, hasta la toma de medidas comerciales de castigo, precisamente contra el país que procesa más del 80 % de los minerales críticos del mundo, entre ellos el galio y el germanio, fundamentales para la producción de chips y otros componentes de alta tecnología.
Está por ver si se logra ese tal Nuevo Consenso de Washington, por la supuesta «bideneconomía» que rechaza el neoliberalismo, dadas sus inesperadas consecuencias, fin del «fin de la historia» incluido, y su secuela: la acelerada pérdida de la hegemonía global por EE. UU., a la que todavía algunos siguen llamando «relativa».
Lo cierto es que tal «hegemonía» ha perdido terreno, tanto en su capacidad de enfrentarse a los que en el mundo reclaman el establecimiento de un nuevo orden, distinto al «basado en reglas», parcialmente superado, como en la ventaja que significa la dependencia económica de sus rivales geopolíticos, que no admiten tan mansamente ni su supremacía ni sus dictados.
Por supuesto, no olvidar que todo ese declive lleva la compañía de la crisis que al interior de EE. UU. padece eso que dieron en llamar modo de vida o sueño americano: el american way of life, o el american dream.
Jorge Casals Llano.
OM: Granma