“No os engañéis, me fusilarán sin duda alguna. Mi muerte está decidida por esta gente desde hace tiempo… dejad de un lado lo que os puede separar y colocad en primer lugar lo que os une a todos: la lucha por la liquidación definitiva del franquismo”. Con esas palabras de ánimo dirigidas a los compañeros presos como él en la cárcel de Carabanchel, Julián Grimau, dirigente comunista del PCE, era consciente de su funesto destino y de la imperiosa necesidad de proseguir la lucha contra la dictadura franquista. Horas después, en la madrugada del 19 al 20 de abril de 1963, a las cinco y media de la mañana, Grimau fue conducido maltrecho hasta una rampa para las prácticas de tiro donde fue atrozmente fusilado. Hace ahora seis décadas de aquel crimen de Estado
Todo empezó, paradójicamente, un 7 de noviembre de 1962, aniversario de la revolución bolchevique. Aquel día, a las cuatro de la tarde, Julián Grimau, responsable del Partido Comunista de España en Madrid, acudió a la cita que tenía con su camarada Lara en la Glorieta de Cuatro Caminos ignorando que este militante del PCE, detenido días antes en la siniestra Dirección General de Seguridad (vergonzosa sede hoy del Gobierno de la Comunidad de Madrid), había aceptado delatarlo. Ni siquiera tuvo tiempo Julián Grimau de apearse del autobús que lo trasladaba al mencionado encuentro, cuando varios agentes de la Brigada Político-Social lo rodearon y lo arrestaron sin miramiento alguno. Desde aquel preciso instante, Grimau supo lo que le esperaba mientras lo conducían a las dependencias de la Puerta del Sol madrileña. Recordó entonces la detención tres años antes de Simón Sánchez Montero, otro líder comunista perseguido durante mucho tiempo, y no dudó que su suerte no sería muy diferente a la de su camarada.
Es decir, un angustioso calvario que culminaría con la declaración que en aquellas circunstancias políticas represoras se imponía: “Declaro ser miembro del Comité Central del Partido Comunista de España y me encuentro en Madrid para el cumplimiento de mi deber como comunista”.
Compromiso de revolucionario
En aquellos momentos de zozobra, sin apenas percatarse de ello, el tiempo se detuvo para Julián Grimau, y numerosos recuerdos aparecieron inopinadamente en su mente: los de sus años de juventud, cuando establecido en La Coruña trabajaba en una editorial y militaba en la Organización Republicana Gallega Autónoma (ORGA) o cuando, en 1931, de regreso a Madrid y ya proclamada la II República, se afilió a Izquierda Republicana. Militancia que abandonó cuando tras el estallido de la Guerra Civil y su participación en el asalto al Cuartel de la Montaña, en julio de 1936, ingresó en el PCE. Igualmente su memoria se llenó de tiempo maduro en el que ya licenciado en Derecho optó por opositar al Cuerpo General de Policía, quedando adscrito a la Brigada de Investigación Criminal en la que continuaría trabajando en Barcelona hasta el final de la contienda, y que tanta importancia adquirió en las investigaciones relacionadas con la quinta columna (infiltrados franquistas en las filas republicanas) o en las de los deplorables enfrentamientos en el seno del bando republicano en Cataluña durante las sangrientas Jornadas de Mayo de 1937. Luego, después de la derrota de la II República, las desoladoras imágenes camino del amargo exilio, primero en varios países de América Latina y más tarde en Francia, desfilaron también ante sus ojos cansados y secos de justicia. Fue precisamente en la capital francesa donde a principios de los años 1950 conoció a quien sería su esposa y compañera, Ángela Martínez (Angelita Grimau, “como se la conocía por todos en París”), una joven de “ojos azules, casi cristalinos, de sonrisa abierta, manos extraordinariamente bellas y de una elegancia innata incluso en el final de su vida”, como la describe con orgullo su hija mayor, Carmen Grimau, en una emotiva columna (“La última clandestina”) publicada en el diario El Mundo el 9 de septiembre de 2019. De pronto aquella melancólica remembranza se desvaneció brutalmente frente a la dura realidad que los esbirros franquistas le imponían violentamente por haber organizado la resistencia antifranquista desde su vuelta del país vecino a España en 1959. Una realidad espantosa que ahora se cobraba con creces su compromiso de revolucionario y comunista.
Combatiente antifascista
En las dependencias de la tétrica Dirección General de Seguridad, sicarios policiales de la dictadura lo esposan y comienzan a torturarlo salvajemente. Cuando recobra el conocimiento se encuentra en una clínica con fractura grave de cráneo, extremidades inferiores paralizadas y muñecas fracturadas. Su estado es lamentable. Muy lejos queda aquel hombre de 50 años, alto, espigado y jovial. La prensa adepta al régimen fascista explica lacónicamente lo ocurrido: “Antes de ser interrogado se arrojó por el balcón del despacho en que se hallaba cayendo al callejón de San Ricardo, produciéndose lesiones de carácter grave” (“ABC”, 9-11-1962). Y Fraga Iribarne, antes de convertirse en “demócrata” de toda la vida, amplía la información comentando cínicamente que “se sometió (Julián Grimau, NDLR) a la pirueta de arrojarse por el balcón a la calle, porque no quería declarar ni una palabra más de lo que había declarado”. Evidentemente los dados estaban echados. Julián Grimau, al que no habían podido asesinar defenestrándolo aquel día, debía ser condenado inapelablemente en un consejo de guerra y fusilado. No por lo que el fiscal franquista argüía en su acusación: “delito continuo de rebelión militar” y “hechos sucedidos durante la Guerra Civil” (por otra parte jamás probados), sino para que su ejecución sirviera de escarmiento después de las primeras grandes huelgas de la clase obrera de 1962 por sus derechos laborales y contra la dictadura. Se trataba, pues, de reafirmar que “todo estaba atado y bien atado”. Por eso el día de la vista del juicio sumarísimo contra Julián Grimau no podía hacerse esperar. El 18 de abril de 1963, tras reafirmarse en su ideología y no haber delatado a nadie, Julián Grimau se sentó en el banquillo y escuchó estoicamente la requisitoria amañada del fiscal que terminó con la petición de la pena de muerte. Al día siguiente, 19 de abril, el capitán general de la Primera Región Militar, García Valiño, y el Consejo de Ministros franquista confirmaron la sentencia de muerte pese a la enorme movilización mundial en contra de la dictadura, y a pesar también de las peticiones de conmutación de la pena hecha por mandatarios como Juan XXIII, Kruschev, Kennedy y otras muchas personalidades nacionales e internacionales. Cuando llegó el momento de la ejecución, los soldados de reemplazo del regimiento de Wad-Ras formaron en doble fila en el cuartel militar del barrio de Campamento, unos de pie y otros con una rodilla en tierra. Frente a ellos, Julián Grimau que se había negado a que le vendaran los ojos iba con las manos esposadas y las piernas atadas con un cinturón. De pronto el bárbaro estruendo de 27 balas y 3 tiros de gracia consumaba el vil asesinato de Julián Grimau.
¡Camarada, nosotros/as continuaremos tu lucha de comunista y combatiente antifascista!
José L Quirante