En un momento culminante de la larguísima narración, uno de los cosacos que pueblan las páginas de El Don apacible se dirige a sus paisanos, a sus hermanos de armas, a los miembros del consejo de ancianos que aún mantienen su autoridad producto de siglos de tradición y de servicio a los zares. Les advierte que su muerte, como la de los Guardias Rojos que han sido ejecutados minutos antes, no detendrá el curso de la Revolución. El suyo podría ser un discurso vehemente, incendiario, una última intervención política, pero no es así. Ante la inminencia de la muerte intenta explicar por última vez que los oficiales a las órdenes de la monarquía y de las élites que durante siglos han mantenido a la población de Rusia sumida en el atraso y la miseria les engañan, que les han engañado siempre, y que llegará un día en que los Soviets acaben con sus enemigos como paso imprescindible previo al triunfo de la verdad.
Parte de la esencia de una de las grandes novelas soviéticas de todos los tiempos reside en ese discurso, en el profundo sentido humanista con el que su autor, Mijhail Sholojov, impregna su relato de los tiempos de Paz, Guerra y Revolución protagonizados por hombres y mujeres, combatientes y civiles, jóvenes y viejos a los que la Historia sitúa en una época turbulenta en la que, junto a la esperanza, subyacen la dura lucha entre lo viejo y lo que está por venir y la inextricable complejidad del ser humano capaz de caer en las más bajas perfidias para eventualmente alzarse hasta las alturas de la auténtica nobleza.
Escrita durante un periodo que abarca casi dos décadas, entre 1922 y 1940, El Don apacible debe ser considerada el definitivo nexo de unión entre la gran literatura rusa del siglo XIX en la que confluyen autores como Gogol, Dostoievsky, Lermontov, Pushkin y Tolstoi y los mejores ejemplos de la literatura soviética – sí, de ese Realismo Socialista siempre ignorado, siempre vilipendiado por la crítica y los medios burgueses –, un nuevo modelo narrativo que hace del vínculo con la tierra, de las pasiones y la psicología de sus personajes, de la arbitraria brutalidad del destino un arte reconocible por las masas de trabajadores que lo hacen suyo porque ven en sus páginas un reflejo de sus vidas y de sus historias individuales y colectivas.
No exenta de pasión y de contradicciones, de momentos intimistas y de grandes pasajes épicos, la novela avanza como el gran río al que su título hace referencia, nunca en línea recta, postergándose a veces, aumentando y disminuyendo su caudal para, al final, desembocar en un destino resplandeciente, en una metáfora de la Revolución.
Juan Mas