El pasado día 30 de octubre tuvo lugar la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil. El candidato de centro-izquierda, Lula (Partido de los Trabajadores – PT), resultó elegido por delante del neofascista Bolsonaro. La diferencia fue relativamente pequeña: 2,1 millones de votos, pero solo un 1,80% más de papeletas válidas.

Bolsonaro aprovechó este “estrecho” margen (que demuestra que cuenta con una implantación muy importante, principalmente entre los sectores más retrógrados y reaccionarios de la sociedad y del capital brasileño) para tratar de desconocer los resultados y plantear una amenaza de golpe de estado. Si durante el propio día de las elecciones ya hubo actuaciones escandalosas de la policía: que obstaculizó el transporte público en los estados federales de más apoyo tradicional al PT, e intimidó a la población; una vez se supo de su derrota, Bolsonaro alentó disturbios violentos y cortes de carretera  por todo el país, en los cuales sus hordas ultraderechistas pedían sin disimulo una intervención militar. Aunque, por suerte, el golpe de estado no se materializó en esos primeros días, seguramente deba tomarse como una lección para nuevos intentos que puedan venir. No en vano, Bolsonaro tiene de su lado el apoyo firme de buena parte de los aparatos del estado y de la burguesía, sobre todo la del agronegocio y los transportistas, además de las iglesias evangélicas.

Así pues, el panorama para el gobierno Lula–PT no viene sencillo. La composición del congreso le es más desfavorable que en su periodo anterior (2003–2010), y aún más derechista que la legislatura pasada: son bolsonaristas los gobernadores de los estados principales (São Paulo, Rio de Janeiro, Minas Gerais). Y mientras que el movimiento sindical y popular brasileños están débiles, por el contrario se ha visto la capacidad de movilización de un neofascismo latinoamericano a cara descubierta. Entonces, en política interior es probable que Lula busque alianzas de gobernabilidad y conciliación con sectores menos reaccionarios de la burguesía (como el que representa Alckmin – PSDB, quien será su vicepresidente). En política exterior, el papel de Brasil con Lula va a ser, sin duda alguna, clave en el proceso de integración latinoamericana y en fortalecer un mundo multipolar de países no sometidos al imperialismo; un contrapunto al imperialismo EEUU–UE–OTAN.

Por todo esto y a pesar de que no se deberían tener unas expectativas desmedidas, la vuelta de Lula es positiva: en el sentido de que implicará unas condiciones menos adversas y menos represivas para los y las camaradas comunistas brasileños, quienes hoy día desarrollan la lucha de clases en circunstancias de gran dificultad. Los y las camaradas en el país saben que al fascismo no se le combate por la vía institucional y la democracia de las urnas, sino con reivindicaciones en la calle, ligadas a las condiciones materiales de vida: empleo, salud, educación, transporte, vivienda, inflación, impuestos al gran capital, reforma agraria, etc. Será fundamental que los y las camaradas puedan aprovechar esta nueva etapa para avanzar en la organización del poder obrero y popular, mano a mano con el movimiento sindical, de la juventud y las mujeres, del campesinado y la población indígena y afrodescendiente. Tienen todos nuestros ánimos y nuestro apoyo.

Fernando

uyl_logo40a.png