Esta es una de las sentencias más repetidas en las cinco temporadas de la serie. El diez de junio estrena la sexta y última temporada de esta serie tan adictiva como deficiente en varias cuestiones narrativas. Las tramas se sostienen en trampas de guión difícilmente verosímiles y que contradicen la construcción de los personajes. El trasfondo histórico, lo que podría haber sido el gran interés de la serie, sirve como una especie de croma inerte sobre los que se desarrollan dramas sentimentales poco elaborados. Ni la neurosis de guerra, el movimiento obrero, el recurso al sortilegio de Churchill o el auge del fascismo pasan de una cortina mal dibujada sobre la que ocurre la ambición y el melodrama familiar de tinte decimonónico. Los conflictos que la mueven, además, son idénticos temporada tras temporada, pero se reproducen en una escala ampliada como el capital, coincidiendo con el ascenso del protagonista, Thomas Shelby.

Sobre Thomas, Tommy, Tom, como en tantas series convertidas en saga de los últimos años, recae la vertebración de todos estos elementos narrativamente deficientes; aún así, creo que es un personaje fallido. Al igual que la mayoría de héroes televisivos a los que me he acercado en estas columnas, el líder de la familia Shelby conjuga la monomanía por un objetivo sin importar los crímenes en los que haya que incurrir con la inteligencia superior de Sherlock Holmes. No solo es capaz de hacer cualquier cosa, sino que lo hace teniendo en cuenta hasta el último detalle para que el plan más descabellado salga a la perfección ante la fe rendida de todos sus secuaces, y todos los espectadores. Sin embargo, el personaje falla porque tratan de inocularle una virtud paradójica con la épica capitalista: la ambigüedad moral del detective hard boiled de la novela negra americana. Es difícilmente compatible comportarse a la vez como Heisenberg en Breaking Bad y Bogart en El sueño eterno. Es prácticamente imposible que se defienda a la vez la explotación capitalista y la búsqueda del beneficio por encima de la vida humana o cualquier otra consideración con una solidaridad de clase o la fraternidad militar de los soldados que pasaron por la I Guerra Mundial. Sin profundizar todo lo que quisiera, esta insoportable contradicción en la psicología del personaje se fundamenta en el paso de la celebración del lumpenproletariado en la primera temporada a la defensa de la familia clánica a partir de la segunda.

Y, a pesar de todo, es adictiva. Posiblemente se deba a una elaboradísima combinación de elementos estéticos que subyugan. Cualquiera que haya visto algún capítulo de serie acordará conmigo en la relevancia emocional de una escena recurrente: Tom Shelby, solo o acompañado por la familia, camina de forma enérgica por diversos espacios con resonancia industrial, chispas y llamaradas franquean como público su desfile, mientras la banda sonora nos deleita con Nick Cave, PJ Harvey, Arctic Monkeys… No es baladí, porque es este componente estético el que da coherencia al contenido y a Thomas Shelby.

Jesús Ruiz

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