Existen sucesos tan evidentes y manifiestos, que desplazarse a La Sorbona para intentar comprenderlos es, además de oneroso, una solemne estupidez. Me refiero a las graves consecuencias de la jodida pandemia en el capitalismo. Unos efectos que los gobiernos capitalistas del mundo entero, cuando el Coronavirus apareció por primera vez en la República Popular China, intentaron camuflar miserablemente. ¿Recuerdan?, eran los días aciagos de principios del remoto 2020, aquellos en los que desde “el país de las maravillas” el fascista Donald Trump prescribía a sus súbditos engullir lejía para evitar al maléfico microbio; y en los que en España se propagaba astutamente el peculiar diagnóstico de que lo que se avecinaba era como un molesto resfriado, pero con más mala leche. Evidentemente, con tamañas medidas preventivas y tan rigurosos análisis científico, pero sobre todo ante una sanidad pública vilipendiada, privatizada a marchas forzadas y cercenada de servicios y efectivos, la cruel pandemia halló terreno fértil para multiplicarse y así poder asesinar cómodamente. En el mundo, hoy, a casi 6 millones de personas; en la edificante Unión Europea, a más de 600.000; y en la casa del déspota uncle Sam, líder impepinable e insuperable del ranking mundial de exterminados, a casi 900.000 seres humanos cuando escribo estas líneas.

Y “la cosa” no se para ahí. “El bicho” y sus temidas mutaciones siguen su perverso quehacer mortífero, eso sí, exponiendo al sol, y a quien lo quiera ver, las miserias y contradicciones del sistema de producción capitalista. Es decir, las que imponen un calculado porcentaje de víctimas por Coronavirus a cambio de sustanciosos beneficios privados. ¿Qué es si no mantener y  promover masivamente el consumo no esencial? ¿Qué es si no reducir efectivos y servicios sanitarios públicos en plena catástrofe epidémica? ¿Qué es si no seguir siendo “el balneario de Europa”, con los riesgos que esto implica en la trágica actualidad? Preguntas sin respuestas de un sistema criminal, consciente de que en ello le va su propia vida. ¡Consumir, despilfarrar, saquear o morir! Esa es la cuestión. Un veneno que con el empuje decidido de la clase obrera, un día no muy lejano, lo llevará al cadalso de la Historia.

Sociedad socialista

Una Historia, por otra parte, imparable, incontenible; que objetiva y dialécticamente entiende la realidad (el mundo que nos circunda y la sociedad en la que bregamos) en constante movimiento y permanente transformación. Por eso, como ha sucedido a lo largo y ancho de la historia de la humanidad con otras formas de relaciones sociales y de vida (sociedad primitiva, esclavismo, feudalismo, capitalismo), el depredador  sistema de producción capitalista que sufrimos también tendrá su inexorable gorigori; esta vez  a manos del proletariado (sí, sí, del PROLETARIADO), la clase social revolucionaria que el capitalismo ha engendrado. Y esto mucho les pese a la explotadora burguesía y a los infames intelectuales de tres al cuarto que le rinden lacayuna pleitesía. Sencillamente porque su finiquito está implícito en la lucha de clases entre opresores y oprimidos, y, afortunadamente, porque en este asunto no hay “atado y bien atado” que valga. Por tanto, de las hediondas cenizas de la “sociedad de libre mercado” que tanto dolor ha causado y causa, surgirá otra sociedad cualitativamente superior para la clase obrera: la sociedad socialista, el SOCIALISMO. Un sistema económico, político, social y cultural donde el centro de gravedad no es la pasta gansa, causa de toda desgracia, sino un sistema donde predomina la justicia social, la equidad y la solidaridad. Y en el que, en consecuencia, no se sacrifica a seres humanos en aras de un idolatrado “becerro de oro”.

José L. Quirante

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