Revolver en la basura con el objeto de recuperar algún que otro desperdicio, se ha convertido en los últimos tiempos, en estampa habitual de nuestras ciudades. Es un recurso con el que los sectores más miserables de la población se surten, al menos, de lo necesario para no sucumbir por la hambruna en un mundo donde la opulencia de algunas personas contrasta con la indigencia de otras.

Con una clase obrera cada vez más pauperizada, los bancos de alimento se llenan cada vez más de un tropel de trabajadores y trabajadoras. Atrás quedó la relación exclusiva entre la acción caritativa  y el menesteroso lumpenproletario.

Y mientras, el capitalismo va acrecentando las diferencias y ahondando en la pérdida de capacidad adquisitiva de las capas populares, bailando al son de su cíclico vaivén en que alterna periodos de acumulación con crisis cada vez más tremendas y frecuentes y que a pesar de las consecuencias que acarrea, curiosamente son de sobreproducción de mercancías. Como diría Obélix, ¡Están locos estos romanos!

En consecuencia, esta situación no se mantiene desde el punto de vista ético y moral. Y políticamente, tampoco debería...

El friganismo irrumpe así, en este escenario, como la enésima perla de una concepción posmoderna de la realidad y eleva a opción personal, activismo político o acto revolucionario, lo que otrora fue digno de misericordia o caridad cristiana.

El friganismo es una “moda” con escaso recorrido y que bajo el paraguas de la denuncia del desperdicio alimentario, aboga por comer “gratis” a base de desperdicios que se desechan por su dificultad de seguir en el mercado.

Y precisamente esa liberalidad de recursos, impulsa la nueva Ley de Prevención del Desperdicio Alimentario, que nace preñada de una moralina que esconde de forma miserable la triste realidad del capitalismo, que igual que tiene casas sin gente y gente sin casas, mantiene millones de hambrientos a la par que tira al vertedero grandes cantidades de alimento.

Esta ley ha levantado grandes consensos, algo que debiera mantenernos alerta en un momento histórico en el que la oligarquía no se puede permitir ceder ni un ápice en su plan de recomposición. Pareciera que poco pudiera decirse en su contra. De nuevo, un análisis clasista y no uno manipulado e interesado, revela claroscuros que poner sobre la mesa.

El ejecutivo propone con esta ley medidas que la tozudez de los hechos ya ha anticipado: servir alimentos “feos” o deteriorados en espacios diferenciados de los centros de las cadenas de alimentación, con precios más bajos, reservar para el consumo humano de forma preferente lo que antes acababa en vertederos, obligatoriedad de ofrecer las sobras a los comensales de los restaurantes…

Al socaire de este contexto han nacido unas cuantas “startups” que ofrecen productos alimentarios “ganga” antes de acabar en la basura. De momento tienen total garantía de que son aptas para el consumo humano. Ya se andará si es menester en la promoción de la coprofagia si se atisbara alguna nueva línea de negocio.

La FAO viene en los últimos meses lanzando la advertencia de una inminente subida sin precedentes de los alimentos en el mundo. Su inflación en mayo fue casi del 40 % y todo indica una escalada en los próximos meses.

Bajo esta premisa, un incipiente porcentaje de la población, no tendrá acceso garantizado a la alimentación básica y necesaria. Junto al problema de la respuesta social, se une el de la necesidad de seguir manteniendo la reposición de un proletariado del que obtener plus valor y esta parece una vía rápida y sencilla.

Sin embargo, un aumento de la demanda de estos productos de tipo “b”, puede llevarnos a un efecto palanca que incremente los precios y por ende que empuje inflacionariamente también los de tipo “a”, que se pueden convertir en mercancías “de lujo”. De la misma forma que hemos naturalizado que haya parte de la población que no tiene acceso a la vivienda o que solo puede acceder a un vehículo de “ocasión”, pretenden que nos acostumbremos a que hay trabajadores y trabajadoras que comen de primera y otros, lo que en otras épocas se consideraron desperdicios. ¡Bonita forma de blanquear la pobreza!

En el año 2019, hubo 931 millones de toneladas de alimentos desperdiciados. Esto sugiere que el 17% de la producción total de alimentos en el mundo fue a parar a la basura. Según el informe “Alimentación sostenible” de WWF, el desperdicio  tiene un coste de 143.000 millones de euros al año. Esta cantidad, orientada a un nuevo mercado, es motivación suficiente para que los monopolios de los sectores afectados se froten las manos y apoyen sin fisuras estas reformas legislativas tan “progresistas”.

Obviamente, una racionalidad que dé solución al desperdicio alimentario y que elimine al son la pobreza pasa por la planificación colectiva de la producción, estudiando la necesidad nutricional de la población y trabajando para que los recursos satisfagan esas necesidades. Esa racionalidad se llama socialismo. Otras soluciones son trampantojos ilusorios que intentan posponer el futuro de la humanidad.

Kike Parra

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