Ángela Figuera Aymerich
Es recurrente el pensamiento de que, a lo largo de la historia, las mujeres no han escrito tanto como los hombres, sostenido por argumentos como “no tenían tanto tiempo libre” o “no tenían acceso a la misma formación académica”, pero esto es preciso matizarlo y corregirlo. Ambas cuestiones, “tiempo libre” y “formación académica”, son asunto no solo de género, también de clase. Si bien hombres y mujeres burguesas recibían siglos atrás una instrucción distinta, con distintas materias, y ocupaban roles diferentes tanto en la familia como en la sociedad; está claro que, en un contexto en el que hasta no hace demasiado la clase obrera no tenía acceso a la educación, era en su mayoría analfabeta y vivía para trabajar, no iban a aparecer muchos escritores de esta extracción social, perteneciesen a uno u otro género, pero menos aún del femenino. Ya Virginia Woolf llamó la atención sobre estos factores sociológicos en Una habitación propia (1929): “Una mujer debe tener dinero y un cuarto propio si ha de escribir”.
En el siglo XIX, las mujeres burguesas leían, mucho además (se escribía literatura dirigida directamente a las mujeres contando con el gran consumo literario del público femenino), y tenían una cantidad escandalosa de tiempo libre, por lo que cabe suponer, si no dudamos de que la mujer es igual de inteligente que el hombre, que podían ocupar horas tanto en leer y tocar el piano como en escribir. La atención entonces debemos centrarla en la publicación. La industria editorial, desde que aparece la imprenta, así como el canon de la crítica, están bajo la dirección y visión del género masculino; y por supuesto, de la clase dominante, al igual que el resto de ámbitos sociales. Esto, sumado a otros condicionantes de género que ejercen sobre la mujer un efecto de pasividad y auto-menosprecio (ahora se ha puesto de moda el término de “síndrome de la impostora”), hicieron que durante siglos la mujer permaneciese en silencio, aunque no callada. Es el caso de poetisas1 como Emily Dickinson, con una considerable producción poética que fue publicada de forma póstuma en su totalidad.
No obstante, por supuesto , de todas las escritoras que se han forjado en la historia, consiguieron publicar (y en vida) muchas más que las que conforman los planes curriculares de los centros educativos. Hablamos de mujeres como Carmen de Burgos, quien irrumpió en el género de la novela corta, dándole un giro temático para introducir cuestiones feministas —en ese momento eran famosas unas novelas cortas machistas de contenido erótico escritas por hombres. O de Ángela Figuera Aymerich, poetisa de la poesía social de los años 50, tan significativa como ignorada.
¿Por qué no las conocemos más? ¿Por qué no son tan relevantes como otros autores hombres? Eso es algo que ha decidido un canon literario constituido por hombres blancos de clase dominante, y aunque actualmente la mujer esté tomando al mismo nivel que el hombre el mando de la producción literaria, no será la igualdad una realidad hasta que no veamos un porcentaje importante de autoras integradas en los manuales. Tampoco debemos olvidar que las diferencias sociales de género y de clase que establecen capitalismo y patriarcado continúan en el siglo XXI apartando a la mujer de lo público para relegarla al hogar y a los cuidados: el estudio de las mujeres de clase obrera sigue sin ser “un cuarto propio”, sino una cocina. Tener referentes femeninos en literatura es fundamental para la introducción en los discursos literarios de una experiencia femenina que desbanque a la masculina normativa y para que surjan otras mujeres escritoras herederas de las anteriores.
María Sánchez-Saorín.
1 Palabra que simplemente marca el género gramatical femenino de “poeta” y que, paradójicamente, tiene una carga peyorativa a causa de su uso en siglos pasados para denominar a las mujeres que escribían poesía y cuya obra, por defecto, era considerada por la crítica “cursi” y de poca calidad.