En mayo de 2008 un pequeño grupo de 27 profesoras y profesores de universidades públicas catalanas promovió el manifiesto “Per una universitat pública al servei de tota la societat: contra una campanya per desprestigiar-la i mercantilitzar-la” (https://repositori.wordpress.com/manifiesto/) con la intención declarada de confrontar la campaña de desprestigio que desde finales de 2007, coincidiendo con los primeros pasos legislativos para la implantación del llamado Plan Bolonia en el Estado español, se estaba desatando desde los medios de propaganda del capital contra la universidad pública y el trabajo desarrollado por sus plantillas. Al parecer, la universidad pública era un caos y debería ser dirigida por los Consejos Sociales, mayoritariamente formados por representantes de la patronal; sus planes de estudios solo “sobrecualificaban” a las y los estudiantes y no se adaptaban a las necesidades del mercado laboral; los precios de las matrículas debían aproximarse al coste real del servicio recibido, etc. El manifiesto no era una declaración revolucionaria, pero sí un nítido y honesto posicionamiento por parte de un puñado de profesionales de la docencia y la investigación en defensa de las funciones académicas y científicas de la Universidad, así como, por encima de todo, de su carácter de servicio público.

Por supuesto, los grandes altavoces mediáticos silenciaron esta iniciativa contraria a sus líneas editoriales. Tampoco hubo un apoyo masivo por parte de una comunidad universitaria que, con la reseñable excepción de las movilizaciones estudiantiles durante cerca de una década, aceptó sumisa el desmantelamiento de los planes de estudios, de las estructuras de las plantillas, de la misma financiación de la docencia y la investigación, del esquema de precios públicos que de repente se multiplicaron por tres, etc. Los conceptos de “calidad”, “excelencia”, “competitividad”, que machaconamente nos llevaban introduciendo durante más de una década, surtieron efecto. El sector supuestamente mejor formado de la clase trabajadora, asumiendo el triste papel de aristocracia obrera, aceptó la reconversión, todavía en marcha, sin rechistar.

A finales del noviembre pasado, tras un breve período de consulta pública, el Ministerio de Universidades dio a conocer el Proyecto de RD de “creación, reconocimiento, autorización y acreditación de universidades y centros universitarios”. Tras una denominación tan aparentemente técnica y aséptica, se recoge una normativa que ha determinado el despliegue de la universidad pública pero, sobre todo, de la universidad privada en el Estado español durante las tres últimas décadas. En la nacional-católica España existían históricamente 4 universidades privadas, todas ellas pertenecientes a la clerigalla. Como en tantas otras ocasiones, fue durante el mandato del PSOE de Felipe González que se dio el pistoletazo de salida legislativo para la creación de nuevas universidades y así, todavía bajo su mandato, nacieron 3 nuevas universidades privadas. El proceso se disparó al amparo de la Ley Orgánica de Universidades de 2001, ya bajo el PP de Aznar. Mientras el número de universidades públicas ha quedado anclado en 50 desde 1998, el de las privadas se ha multiplicado por cinco y son ya 37 en el Estado español. Por supuesto, ni la entrada en vigor del GATS en 1995 ni la Organización Mundial del Comercio son ajenas a este proceso ni a los ulteriores desarrollos ocurridos en las universidades públicas hasta el momento presente.

Pero ¡ya no va más! Ahora toca “racionalizar”, lo que viene siendo repartir el apetitoso pastel del mercado de la enseñanza online o semipresencial, convenientemente impulsado a cuenta de la pandemia y que ha supuesto la entrada a saco de los monopolios de la telecomunicación en el sistema universitario. Ya no sirve el anterior RD 420/2015 de Rajoy, demasiado laxo para contener la avalancha de centros universitarios privados que pretenden montarse al carro de la docencia virtual.

Sin embargo, con la excusa de limitar la proliferación de chiringuitos, se pretende imponer ahora unas exigencias en materia investigadora que no se corresponden con una infrafinanciación de la ciencia cuyo gasto real en los PGE previstos para 2021 todavía se encuentra ¡un 25 % por debajo de los del año 2009!, poniendo en peligro a universidades públicas ya existentes, que deberán pasar el filtro de las cuestionadas y semiprivadas agencias de evaluación cinco años tras la entrada en vigor del nuevo decreto. Los requisitos en investigación y desarrollo unidos a la lógica competitiva de la investigación científica en el capitalismo y su cada vez mayor vinculación a los intereses de las empresas sitúa a la Universidad en un marco incompatible con el carácter de servicio público. ¿Qué ocurrirá si una universidad pública no cumple con todos los requisitos? ¿La cerrarán? ¿Imaginamos que hicieran lo mismo con un hospital, una escuela o un transporte público? Algo de eso ha ocurrido ya.

Más perversos aún son los requisitos docentes exigidos que, lejos de lo que ocurre con los de investigación, sorprendentemente se relajan de forma irresponsable degradando la Universidad como institución eminentemente educativa. El proyecto de decreto permite una ratio de hasta 25 estudiantes por docente, casi el doble que la actual (la media en las universidades públicas era de 13.5 estudiantes/profesor en el curso 2017-2018), pero que puede llegar ¡a 100 estudiantes por profesor en la modalidad de docencia no presencial! Parece clara la intención de aprovechar el tirón de la enseñanza telemática para abaratar aún más unos presupuestos de la universidad pública que aún no han recuperado los niveles anteriores a la crisis capitalista iniciada en 2007.

Y todo ello en una universidad pública que en lo que va de década ha llegado a ver reducidos sus presupuestos en más de un 20 % y perdido más de 6 mil docentes funcionarios, ya superados en número por el profesorado contratado (56 %) a consecuencia de más de un lustro con tasas de reposición de 0-10 %, que cuenta con un profesorado envejecido (la edad media ha subido más de 2 años en esta década y alcanza ya los 50 años), a la vez que el profesorado relativamente joven se encuentra en precario (más de un 45 % de temporalidad, por encima del máximo legal establecido para la universidad, y un 24 % de parcialidad).

En definitiva, bajo la apariencia de un decreto que pretende asegurar la calidad de los centros universitarios, el ministro podemita Manuel Castells esconde un proyecto que podría llevar al cierre o a la fusión de universidades públicas, a ERE entre sus plantillas, a la degradación de las enseñanzas universitarias y a la concentración de los recursos materiales y humanos en actividades de transferencia del conocimiento generado con fondos públicos y puesto al servicio de las empresas privadas. Y es que la Universidad está sufriendo la peor de las privatizaciones posibles, la pérdida de su consideración como servicio público incluso aunque su titularidad lo sea.

José Barril (Delegado de la Sección Sindical de CC. OO.-UMH)

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