Se sabe, desde siempre, que un modo (entre muchos combinados y desiguales) para derrotar a un enemigo u oponente, radica en hacerle perder todo lo que de confianza hubiere podido abrigar respecto a su victoria. Arrebatarle su certeza, su dignidad y sus destrezas convenciéndolo (antes, durante o después de la batalla) de su insolvencia, su pequeñez, sus complejos y su inferioridad: desmoralizarlo pues. Y para ese fin se han estudiado, y se estudian, mil modos de precipitar la derrota del oponente desde las más cotidianas, y aparentemente intrascendentes, burlas, desprecios, calumnias… hasta las más sofisticadas agresiones, verbales o simbólicas, entrenadas en laboratorios de guerra sicológica. Aquí se entiende la moral como la entendía Adolfo Sánchez Vázquez.
Bajo el capitalismo el repertorio de las «contiendas» es muy variado, aunque en su base esté la manía monopólica sustancial de quien quiere eliminar del escenario toda competencia que complique la dictadura de los precios. Pero en escala mayor, la madre de todas las luchas es la lucha de clases, y de ella –y para ella– se prodiga toda forma de combate desembozado o disfrazado, capaz de asegurar un «triunfo» que, además de imponer hegemonía económica esclavista, sea, al mismo tiempo, rentable. Y no les importa si eso resulta ser un retroceso o descalabro monumental contra la humanidad.
Su sueño dorado sería que, en la dinámica de la lucha, los opresores pudiesen ahorrar en armas y soldados, economizar en todo lo posible, y lograr que el enemigo se derrote a sí mismo (producto del engaño, la manipulación ideológica, el odio contra sus pares…) y, por añadidura –no tan azarosa–, sacar ganancias de ello. Sería apoteósico, no importa si con ello se despliegan las conductas más obscenas y los antivalores más degradantes. Como las guerras.
Desarmar al enemigo antes de que se entere, hacerle creer que lucha con denuedo, y luego probarle su impotencia para arrodillarlo y que, además, lo agradezca…, que le otorgue la razón a su opresor y que haga de la derrota una herencia «honrosa» para su prole. En las escuelas o teorías de guerra se insiste en la importancia de golpetear al enemigo hasta que pierda todo ímpetu, pero, como en no pocos casos, la pérdida del ímpetu no es sinónimo del abandono de la resistencia. El capitalismo, en su fase imperial, pretende que el pueblo, desmoralizado, también sirva como agente de combate contra su propia clase. Para eso sirven los «medios de comunicación» que, en realidad, son armas de guerra ideológica; hoy baluartes del sueño invasor más ambicioso, que consiste en dominar la capacidad de ubicuidad y de velocidad. Como las «agencias de noticias», que en realidad son fábricas de falacias y linchamientos políticos.
Además de todos los repertorios de gestos, gruñidos, y vociferaciones intimidatorias, las estratagemas desmoralizadoras recurren a muchos de los baluartes estéticos de sus industrias culturales. Como las agencias de publicidad. Dicen que «lo lindo vende», y para sus fines de belicismo desmoralizador inventan, por ejemplo, bellezas discriminatorias que desmoralizan a quien no tiene atributos similares al estereotipo burgués. El belicismo del «lujo» no es una forma cándida de exhibir tentaciones o fetiches de ricos…, es una metralla desmoralizadora que golpea la autoestima del desposeído que, por serlo, se siente nada.
La idea burguesa de que «en la guerra todo se vale», no es más que la legitimación de una deformación ética al servicio de la canallada. Cuando los pueblos luchan no repiten la lógica de los opresores ni reproducen sus valores de combate. Principalmente, porque no luchan por negocios. Aunque la burguesía quiera convencernos de sus métodos de lucha, son los mismos que «cualquiera usaría» si se dieran las condiciones; lo cierto es que la Moral de Batalla en manos de los pueblos se funda en objetivos humanistas y de justicia social. Simplemente porque no somos lo mismo en el sentido de clase más riguroso.
Ellos, los oligarcas, mantienen su moral de lucha basados en las ganancias y en el odio de clase que aprendieron a cultivar desde hace siglos. Ellos alimentan su desprecio de clase, sabedores de que «el otro» es su enemigo histórico, que constituye una mayoría y que, en cualquier momento, asciende la conciencia de su fuerza, organizándose. Y para impedir su ascenso, acicatean una crisis de dirección revolucionaria en la que las ganas y las fuerzas de la lucha se disipen, a cualquier precio. Para ellos es una inversión.
Para salvarnos como especie, y para salvar al planeta, necesitamos consolidar nuestra conciencia de clase y nuestras fuerzas simbólicas, enmarcadas por un programa revolucionario y humanista de nuevo género, capaz de desmenuzar toda estrategia desmoralizadora y profundizar los baluartes de nuestra moral y no la de ellos. Cuando se asume conscientemente un conjunto de principios (que se profundizan y perfeccionan en el crisol de la praxis) nada puede quebrantar la moral emancipadora.
Por ejemplo: 1. Al trabajador no se lo explota. 2. La propiedad privada es obscena en un mundo de desposeídos. 3. La tierra es de quien la trabaja. 4. Prohibido manipular la educación, la conciencia y el estado de ánimo de los pueblos 5. A cada cual según sus necesidades. Las verdaderas victorias son un motor de conciencia y de moral invencibles. Son patrimonio que no admite fronteras y que anidan en los corazones de los pueblos. Ni un paso atrás. Ni un espacio descuidado. Ni una claudicación.
Combatir la desmoralización inducida de ninguna manera significa suspender la crítica. Todo lo contrario. Implica el ejercicio de la crítica responsable y fundamentada, que salvaguarda la unidad y no le simplifica al enemigo el trabajo de destruirnos. Desmoralizados somos nada. En todo caso, está por fuente nutricia la convicción de que debemos rescatar a la especie humana y al planeta del sistema económico más depredador y criminal de la historia. Está la alegría por salvar la alegría de las personas, el amor por el amor en todas sus expresiones, la importancia de la justicia social y la vida buena para todos. Está la lucha de grandes hombres, de los indispensables, que siempre es social y siempre es histórica. Está el futuro que es posible y urgente sin amos, sin miedos, sin clases sociales y sin amargura. Está el ejemplo heredado por los pueblos y sus luchas victoriosas, antídotos, todos magníficos, que, cultivados en colectivo, son certeza de vida buena.
Fernando Buen Abad
Publicado el 20 de diciembre de 2020 en http://www.granma.cu/