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El pasado mes de julio se estrenó en España la película “Diego Maradona”, del director británico Asif Kapadia. Dos meses antes había sido presentada en el Festival de Cannes sin la ansiada presencia del protagonista. La razón oficial esgrimida por los promotores del documental fue una lesión de hombro. Sin embargo, el propio Maradona aclaró el motivo: el subtítulo elegido por la productora “Rebelde, Héroe, Estafador, Dios” es profundamente engañoso e injusto con un jugador del que, quienes le conocieron bien, destacan precisamente su lealtad tanto dentro como fuera del campo de fútbol. Ya sabemos de qué es capaz el capital, ningún problema en utilizar el insulto denigrante como reclamo comercial para rentabilizar su inversión.

La postproducción del documental decidió suprimir más de una hora relativa a los orígenes de Maradona, a los que jamás renunció y sin los cuales queda oculta la integridad con la que el jugador se incorporó ya a los 8 años al deporte organizado así como los momentos más felices de su paso por las diferentes categorías del fútbol argentino. Sin esa clave resulta imposible comprender la magnitud del destrozo que la mercantilización capitalista es capaz de producir en un joven futbolista que, tras su salida de Argentina y probablemente por primera vez en la historia del fútbol mundial, fue súbitamente convertido en una verdadera empresa multinacional de la que clubes, representantes, medios de comunicación, marcas comerciales,… habían de exprimir el jugo hasta la extenuación. Fernando Signorini, su preparador físico durante muchos años, recientemente se refirió a la hipocresía de quienes, para beneficio propio, le sometieron a niveles insoportables de exigencia y luego se permitieron juzgarle.

No sin humor, Maradona dice que creció en “un barrio privado de Buenos Aires: privado de agua, privado de luz, privado de teléfono”. Villa Fiorito tenía la dignidad de un barrio obrero conformado por inmigrantes italianos y españoles, y las miserables condiciones de vida a las que el atroz capitalismo somete a su ejército industrial de reserva en la periferia de las grandes ciudades. En aquellos descampados llenos de polvo, piedras y charcos, conocidos como “las siete canchitas”, se forjó el mejor futbolista de la Historia. Las pelotas de trapo que le cosía su madre, esos accidentados terrenos, y las horas jugadas a oscuras en un barrio sin alumbrado eléctrico fueron la raíz de su inigualable control del esférico, de esa maravillosa conducción de la pelota a la que ya no necesitaba mirar ni siquiera en los estadios mejor iluminados, permitiéndole una privilegiada visión del juego. Diego durmió toda la noche abrazado a la primera pelota de cuero que le regalaron y, efectivamente, la hizo suya para siempre. Ni los más experimentados rivales lograban arrebatársela una vez la había controlado: “para mí la pelota era el juguete más lindo, esa era mi salvación”.

Acaba de cumplirse medio siglo de aquel sábado de marzo de 1969 que cambió para siempre la vida del pequeño Maradona y de Francis Cornejo, entrenador de “Los Cebollitas”, equipo de la categoría infantil del Argentinos Juniors de la 1ª División. Lo que Cornejo vio sobre el campo en que se estaba probando ese enjuto y malnutrido niño de 8 años sólo pudo calificarlo de “milagro”. Años después aquello le valió al entrenador el sobrenombre de “el descubridor del siglo” y al Argentinos Juniors el de “semillero del mundo”. Se inicia así una trayectoria que, para disgusto de tanto “bien pensante”, de los grandes medios o de la propia FIFA, dista mucho de ser el ejemplo del caduco “sueño americano”.

Maradona nunca eligió el camino más fácil. Pasó la mayor y mejor parte de su vida futbolística en equipos de segunda fila en sus respectivas ligas: Argentinos Juniors (1976-1981) y Napoli (1984-1991), con los que contribuyó decisivamente a lograr cotas nunca antes alcanzadas. Su vida deportiva está plagada de renuncias y lealtades impensables en el fútbol (y no sólo en el fútbol) actual: desde la renuncia de su padre, Don Diego, a una suculenta oferta del River Plate, manteniendo su lealtad al Argentinos Juniors, hasta su insistente rechazo a las suculentas ofertas tanto de la Juventus del patrón de la FIAT como del AC Milan de Silvio Berlusconi. La lealtad inquebrantable a estos dos equipos se traduce en la pervivencia del reconocimiento a Maradona tanto en el barrio de La Paternal, donde se encuentra la sede del Argentinos, cuyo estadio lleva su nombre, como en Nápoles, donde en 2017 se inauguró un enorme mural en un edificio de un barrio obrero de la ciudad para conmemorar los 30 años de la consecución del primer “scudetto”. En ese mismo edificio, Maradona tiene el honor de compartir mural con un argentino aún más grande, Ernesto Che Guevara.

A pesar de que brillaba con luz propia, Maradona fue un jugador de equipo, generoso dentro del campo, destacando aún más por sus asistencias que por sus goles, jamás recriminando a los compañeros por sus errores según testimonios, y logrando lo mejor de cada uno de ellos. Más allá de los clubes privados, la prioridad del “Pelusa” siempre fue la selección argentina, para la que en 1986 consiguió el único título mundial no sometido a sospecha tras el triunfo en 1978 manchado por la posible intervención de la dictadura de Videla.

Empeñado en no olvidar sus orígenes, en seguir al lado de quienes sufren la explotación, Maradona no dudó en poner su imagen al servicio de los pueblos que luchan contra el imperialismo, apoyando sin resquicio alguno a la Revolución Cubana y al Gobierno Bolivariano de Venezuela. Los medios burgueses nunca le perdonaron que eligiera Cuba para solucionar sus graves problemas de salud: “en un momento gris de mi vida, Fidel me abrió las puertas de Cuba”, afirmó en su asistencia al homenaje que el pueblo cubano rindió tras el fallecimiento del que consideraba su “segundo papá”.

Quien continúa diciendo, generalmente con desprecio, que el fútbol sólo consiste en pegarle patadas a un balón, simplemente nunca vio jugar a Maradona. ¡Gracias Dieguito!

José Barril

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