Imagina que alguien amenaza con hacer daño a tu familia. Imagina que, para evitarlo, te fuerzan a salir a la calle, exponiéndote al calor, al frío y a la lluvia. Piensa que debes exhibir allí tu cuerpo semidesnudo, como reclamo de unos espectadores dispuestos a pagar por él. Y cuando, al fin, llames la atención de un desconocido, imagínate dando gracias y rezando al mismo tiempo para que todo acabe rápido. Imagina ser un esclavo y que te miren con desdén en vez de tenderte la mano. Imagina ponerte en la piel de una prostituta.

Es imposible saber con exactitud cuántas mujeres en el mundo son objeto de explotación sexual. En España se calcula que hay unas 100.000 prostitutas y que el 80% son víctimas de trata. Además, se da un hecho muy preocupante: los consumidores de prostitución son cada vez más jóvenes. Hace dos décadas, el perfil de cliente habitual era un hombre mayor de 40 años; en 2005, la edad media había descendido hasta los 30 años. Ahora es más frecuente que antes encontrar en los prostíbulos chavales veinteañeros que acuden en grupo como forma de ocio o por su cuenta a mantener sexo con mujeres a cambio de dinero.

La prostitución es, lamentablemente, algo sistémico, arraigado en la sociedad desde que la explotación de unas personas sobre otras forma parte del sistema económico. Suele decirse que el de puta es el “oficio” más antiguo del mundo, pero es falso: en todo caso, sería el de putero. Para que una mujer entregue su cuerpo a cambio de dinero es necesario que haya alguien dispuesto a comprarlo. Y, normalmente, alguien más dispuesto a sacar provecho de él.

La prostitución es, en nuestros días, el punto exacto donde convergen patriarcado y capitalismo. Es el paradigma de la alianza entre misoginia y mercantilización. Puedes ir al mercado y comprarte un par de calcetines, incluso ir al cine y adquirir una entrada para ver tu película favorita. O siempre puedes darte una vuelta por por un prostíbulo y comprar una mujer durante media hora, o una hora, el tiempo que quieras. Puedes hacerlo porque simplemente te apetece, porque buscas placer, incluso poder, porque te pone dominar e intimidar a una mujer que no habría accedido a acostarse contigo si no hubiese habido dinero de por medio. Y lo sabes. Pero no importa, porque el cliente siempre tiene la razón, quien paga manda, y todas esas frases tan comunes en una sociedad donde el valor de las personas se mide por su dinero y el de las mujeres, además, por la longitud de su falda.

Es así como se fomenta la cultura de la violación. Porque esa mujer realmente no quiere mantener relaciones sexuales contigo, someterse a humillaciones y malos tratos (que se enseñan en esa escuela patriarcal llamada pornografía), soportar manoseos por parte de desconocidos una y otra vez, posar desnuda (o casi) en plena calle aunque el clima sea insoportable como un trozo de carne en un escaparate. Puede que algún día un coche la recoja y no vuelva jamás (hasta ahora la ley no reconocía como violencia de género los asesinatos a putas, y ya veremos si lo hace). Pero tiene que aguantar el miedo, las pesadillas, los trastornos de alimentación, el estrés, la ansiedad… para alimentar a sus hijos, para pagar la deuda que un proxeneta le ha asegurado que tiene, para comprar la droga que necesita dado que sus condiciones de vida son asfixiantes. Nunca, casi nunca, lo hacen porque quieren. Son esclavas invisibles, atrapadas en un callejón sin salida. Y aunque exista una minoría de mujeres que sí aseguren hacerlo porque quieren (obviando todo condicionamiento social), ¿justifica eso que se deba regular un ejercicio del que la aplastante mayoría querría huir? ¿Dichas mujeres estarían dispuestas a someterse por plena voluntad a la violencia antes descrita teniendo alternativa?

Los partidarios de regular la prostitución, aunque se empeñen en negarlo, aceptan que se perpetúen las relaciones patriarcales, los abusos y las condiciones de explotación arriba expuestas. Ofrecer Seguridad Social a las putas o garantizar “mejores condiciones laborales” no cambia el hecho de que se siga concibiendo a la mujer y al cuerpo como una mercancía. Alexandra Kollontái, reconocida dirigente soviética y autora de numerosos textos sobre la liberación femenina, lo expresó con claridad hace casi un siglo:Un hombre que compra los favores de una mujer no la ve como una camarada o como una persona con iguales derechos. Ve a la mujer como dependiente de él mismo y como una criatura desigual de rango inferior (…). El desprecio que tiene por la prostituta, cuyos favores ha comprado, afecta en su actitud hacia todas las mujeres. El desarrollo de la prostitución, lejos de permitir el incremento del sentimiento de camaradería y de la solidaridad, fortalece la desigualdad de las relaciones entre sexos” (La prostitución y cómo combatirla, 1921). Es cierto que dentro del sistema actual se puede prestar ayuda y atención a las putas, como hacen las asociaciones que reparten preservativos, ofrecen atención psicológica e intentan minimizar dentro de lo posible la brutalidad que sufren. Pero esto no deja de ser un parche ante un problema que cabe tratar desde la raíz.

Los regulacionistas, en cambio, abogan por conservar el “trabajo” de prostituta. Sí, “trabajo”, entre comillas. Porque el “trabajo sexual” no es más que un eufemismo y una farsa. Otra de las frases estrella es “yo también tengo que ir a trabajar todos los días para comer aunque no me guste”. Sin embargo, equiparar una ocupación común al ejercicio de la prostitución es un error. Debemos luchar para que las condiciones laborales generales mejoren al máximo (mayores salarios, reducción de la peligrosidad, conciliación, ambiente apropiado…) y aspirar a que la mayoría de trabajadores acuda a su puesto, en efecto, sin estrés o angustia, pero esto no puede conseguirse en el caso de la prostitución. En un camarero, el hecho de servir bebidas, por ejemplo, no tiene las connotaciones que sí están presentes cuando una mujer en un prostíbulo deja que un hombre tenga sexo con ella previo pago: en este caso, se produce todo un conjunto de esenciales implicaciones sociales (relación desigual de género, cosificación, concepción de la mujer como objeto de usar y tirar…) con un profundo impacto que va más allá del hecho en sí. El sexo también es política. La prostituta no vende su fuerza de trabajo como un trabajador cualquiera, sino que vende su propio cuerpo, en un contexto donde la hipersexualización de la mujer es la norma. Y esto lo cambia todo.

No deben ser las prostitutas el blanco del ataque social e institucional, sino los proxenetas y los clientes. Tenemos que condenar la hipocresía una sociedad patriarcal que considera el sexo un tabú (en especial, la sexualidad femenina) mientras consiente estas prácticas o es partícipe directo de ellas, al mismo tiempo que desdeña y se burla de las putas porque ejercen algo “indecoroso”. Y no, esto no va de decoro o de recato al más puro estilo de la Iglesia Católica. Los que optan por regular la prostitución acusan a sus detractores de querer coartar la libertad sexual, amparándose en un falso halo progresista. Habrá quien piense así, pero la realidad es que quienes somos partidarios de su abolición hemos comprendido que nada hay más reaccionario que comercializar con seres humanos, que nada hay más contrario a la libertad sexual que permitir la violación de una persona a cambio de unos billetes. En una sociedad sana, igualitaria, no consideraríamos esto natural.

La prostitución es una cuestión esencialmente de clase social y de género, porque lo ejercen en su gran mayoría mujeres de origen humilde que no pueden permitirse otra escapatoria, otro modo de vida. La solución pasa por cambiar las estructuras de poder. Castigar a los puteros, penalizar a los clientes, combatir la trata y las mafias, cerrar prostíbulos, concienciar a la gente, ofrecer ayuda y alternativas a las prostitutas; asegurar para ellas unas condiciones de vida dignas, un empleo donde no sean esclavas. El problema es que esto no es viable bajo la estructura capitalista. Ojalá me equivocara, pero lo cierto es que la prostitución solo es la pequeña pieza de un puzzle que viene roto de serie, que solo tiene arreglo si se desecha y se crea uno nuevo. Hacen falta cambios profundos que no se pueden dar de la noche a la mañana, chasqueando los dedos o escribiendo este artículo. Sin embargo, el primer paso es detenernos a pensar. Imagina que alguien amenaza con hacer daño a tu familia…

Maite Plazas

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