Sin que sirva de precedente, permítanme hablarles en esta ocasión de cine en estado puro. Es decir, de cuando los artificios cinematográficos brillaban por su ausencia, y el trabajo del cineasta (término aún no empleado entonces) era sobre todo el de un entusiasta y empecinado artesano decidido a dotar de movimiento las estáticas imágenes fotográficas. Me estoy refiriendo al excelente documental galo estrenado en 2017: “¡Lumière! Comienza la aventura”, compuesto y narrado perspicazmente por el actual director general del Festival de cine de Cannes y cinéfilo empedernido, Thierry Frémaux. Un amante del 7º Arte que ha pasado largos años rescatando del olvido las películas realizadas por los hermanos Lumière (Auguste y Louis Lumière) y por sus intrépidos operadores (Alexandre Promio, Francesco Felicetti o Gabriel Veyre entre muchos otros) desde 1895 (año de la invención del cinematógrafo) hasta 1905, momento en el que los geniales inventores lioneses estimaron que su tiempo de dedicación al revolucionario descubrimiento había concluido.

Un patrimonio de exactamente 1422 películas de 50 segundos de duración cada una de ellas que se deterioraban en los baúles de los coleccionistas, en las empolvadas estanterías de la cinemateca francesa y en la propia casa familiar de los Lumière. Suficiente material cinematográfico como para, con un centenar de esas impactantes obras, y después de un arduo y minucioso trabajo de reconstitución con modernas tecnologías, poder componer un filme comercial de 90 minutos de metraje de impecable y extraordinaria valía. Calidad artística innegable, porque contrariamente a la idea divulgada que los Lumière se interesaban solo por el aspecto lúdico del invento, sus películas prueban un profundo conocimiento de la técnica y de la puesta en escena cinematográficas.

Cine sin alucinógenos

Y el resultado es sorprendente, mágico y bello. Desde la primera filmación realizada el 19 de marzo de 1895: “Salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon”, donde los/as trabajadores/as son los únicos y singulares protagonistas, hasta la película que cierra el documental mostrando harapientos niños vietnamitas durante el colonialismo francés en un impresionante travelling hacia atrás; pasando por las espléndidas imágenes captadas por todo el mundo “para ofrecerlas a todo el mundo”, y en las que los predecesores fílmicos de Eisenstein, Kurosawa o Griffith aparecen con marinos balleneros remando en aguas nórdicas, samuráis luchando con catanas en Kioto o mineros laborando duramente en las entrañas de las minas de carbón. Pero también exhibiendo la Francia que se divierte o el París de 1900 como testigos prestigiosos de una época de cambios. En definitiva, y esperando que la aventura continúe, nos hallamos ante un filme necesario por varias razones: por su valor histórico, evidentemente, pero también por permitir a los jóvenes espectadores, habituados al cine made in Hollywood, saborear un cine sin alucinógenos; y porque visualizando esta película homenaje a los Lumière (“últimos inventores del cinematógrafo y primeros cineastas”) desearemos descubrir o redescubrir a los grandes maestros de siempre: Méliès, Chaplin, Keaton, Max Linder, etc., que convirtieron aquel objeto de feria en auténtico arte.

Rosebud

 

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