Salvo lógicas excepciones, quienes peinamos canas o acariciamos calvas mondas y lirondas sabemos holgadamente que el arribo cada equis años de un nuevo presidente a los EEUU es, cuando menos, causa de desasosiego. Es como cuando compramos un coche de segunda mano y no sabemos cómo va a salir. El vendedor lo presenta macanudamente, ya saben la relación calidad-precio, etc., pero poco a poco las goteras aparecen irremediablemente. Siempre ha sido así respecto a los mandatarios del maldito imperio. Al menos desde que yo me conozco, es decir, desde que tengo consciencia de mi existencia. Y ya son 11 los potentados inquilinos de la Casa Blanca que han visto mis hastiados ojos, si obviamos el último, merecedor él solito de un capítulo aparte.

Concretamente desde el anticomunista primario Dwight D. Eisenhower hasta el negro de alma blanca Barack Obama. En cada ocasión los inefables medios de comunicación occidentales nos los han vendido como el resultado de un proceso electoral modélico. Después hemos comprobado con creces la realidad de unas Elecciones presidenciales dominadas por don Dinero, y de lo que cada uno de esos mandamases era capaz de hacer por el bien de la humanidad. Por ejemplo, John F. Kennedy, presentado como “un joven, apuesto y dinámico presidente norteamericano”, dedicó el tiempo libre que le dejaban sus devaneos amorosos con la Monroe para invadir Cuba por Playa Girón en abril de 1961 y, un año después, llevó el mundo al borde del desastre nuclear con el asunto de los misiles que Fidel Castro quiso instalar en su país para defenderlo de cualquier agresión imperialista. Por ejemplo, Richard Nixon, otro anticomunista de tomo y lomo, merecedor de que la “x” de su apellido se transformase en la esvástica nazi por su política genocida en la Guerra de Vietnam y por el escándalo Watergate, una impresionante red de espionaje al servicio del Partido Republicano estadounidense, en la que se vieron involucrados el FBI y la CIA. O por ejemplo, el fraudulento y siniestro presidente George W. Bush, quien en compañía del primer ministro británico Tony Blair y del franquista José Mª Aznar invadió Irak, buscando armas de destrucción masiva inexistentes, el 20 de marzo de 2003, ocasionando desde aquel entonces hasta nuestros días más de 1.200.000 muertos y un país y una civilización completamente arrasados.

Malos presagios.

Ahora el turno le toca a otro gran energúmeno, Donald Trump, una mezcla de John Wayne y el pato de Walt Disney. Un multimillonario elegido presidente del imperio estadounidense con 3 millones de votos menos que su contrincante la también acaudalada Hillary Clinton, gracias, entre otras cosas, a un sistema electoral en el que el voto popular está supeditado al de los “delegados de los Estados”, un vestigio medieval que la Constitución americana guarda con esmero. Sea como sea, el grotesco personaje ya está al frente de la primera potencia militar y económica del mundo para intentar, como también lo pretenden los neofascismos europeos emergentes, recomponer el ruinoso y decadente sistema de producción capitalista. Profundizando sin contemplaciones en el proteccionismo económico, la desigualdad social, la militarización a ultranza y la explotación sin límites de la clase trabajadora en beneficio de las burguesías nacionales que uno y otros representan. Rodeándose para ello, en el caso norteamericano, de un gabinete ministerial compuesto (como hemos podido comprobar) de reaccionarios ricachones, ultraconservadores, homófobos, racistas y partidarios de la tortura. Un panorama lleno de malos presagios al que tendrán que enfrentarse, llegado el momento, los pueblos del mundo entero y todas y todos los revolucionarios ávidos de libertad y de justicia social.

José L. Quirante

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