El Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, declaraba en septiembre de 2012 que el conflicto sirio, desencadenado en 2011, era un desastre regional con implicaciones mundiales. En septiembre de 2016 esa afirmación se ve totalmente confirmada, dado el rumbo de los acontecimientos.
Carecemos del espacio suficiente para detallar todas las ramificaciones internacionales que tiene el conflicto sirio, o la multitud de intereses económicos, políticos y estratégicos que confluyen en el mismo, pero es evidente que el intento de derrocamiento del gobierno de Bashar al Assad dista mucho de ser un fenómeno de carácter doméstico.
Si bien, como es habitual en la estrategia injerencista de las potencias imperialistas, se aprovecharon inicialmente elementos de malestar social, nadie puede dudar hoy de que, detrás de la supuesta “revolución siria”, estaban, alentándola, organizándola y financiándola, varios países extranjeros como Estados Unidos, Turquía, Catar o Arabia Saudí, así como importantes miembros de la Unión Europea, como Francia o el Reino Unido. Cada uno de ellos con unos intereses propios, pero coincidentes en el mismo objetivo final de forzar un cambio en el Gobierno sirio, al igual que poco antes habían logrado en Libia.
Posteriormente, otros países como Irán, Irak o Rusia, han ido entrando en el conflicto, en diferentes momentos y con distinto grado de implicación, para prestar apoyo al Gobierno sirio; pero sería un grave error pensar que, tras tal apoyo, sólo hay un interés por defender la soberanía siria o por combatir al terrorismo islamista fomentado por otras potencias.
Por otra parte, no se debe olvidar el papel de Israel que, a pesar de estar más lejos del foco mediático, está interviniendo en el conflicto sirio. No cabe duda de que una derrota del Gobierno sirio, firme defensor de las milicias chííes libanesas de Hezbolá, debilitaría a los principales enemigos de Israel y abriría un escenario de alta inestabilidad que podría ser adecuado para hacer avanzar las posiciones sionistas en la zona.
Por decirlo con rapidez, buena parte del origen del conflicto actual en Siria tiene que ver con el choque de intereses de las distintas potencias capitalistas, que quieren lograr para sus monopolios una mejor posición relativa en una zona estratégica para la explotación y circulación de recursos naturales. Ante esta situación, para la clase obrera, el enorme reto está en no dejarse arrastrar por intereses ajenos, no encontrarse defendiendo los intereses de una u otra potencia imperialista.
Ciertamente, la pugna entre monopolios norteamericanos o rusos no es la única razón de que el conflicto se haya desarrollado como lo está haciendo. Existen otros elementos que agravan la situación, como es la pugna por la preponderancia en la zona entre otras potencias regionales, como Turquía, Irán o Arabia Saudí, donde hay que tener en cuenta también los conflictos religiosos históricos entre las ramas chií y suní del Islam, el todavía reciente pasado colonial y sus fronteras artificiales y la más reciente creación del Estado de Israel, cuya política desestabilizadora en la zona ha generado no poco sufrimiento.
Sin duda son multitud de factores los que agravan la situación en Siria, pero la causa principal de la situación actual reside en factores político-económicos, principalmente en el transporte de gas hacia los países de Europa y qué monopolios se van a beneficiar de ello. Quizás no hablaríamos de guerra en Siria si el Gobierno de ese país hubiese aceptado la propuesta de construir un gasoducto para transportar el gas natural catarí –apoyada por EEUU–, en lugar de aceptar la propuesta iraní –apoyada por Rusia–, que actualmente controla casi, en régimen de monopolio, el comercio de gas hacia el Este de Europa.
No basta con oponerse a la guerra imperialista, es necesario conocer y comprender sus causas para organizar la lucha obrera y popular contra el sistema que las genera.
Ástor García