El pasado 19 de enero falleció, en un hospital de Roma a los 84 años de edad, Ettore Scola, el último mohicano del cine italiano. Una cinematografía de gran solera, que inició su andadura casi en el mismo instante en que los hermanos Lumière presentaban su invento en el Gran Café de París en 1895, y que se sustenta sobre dos sólidos pilares: la época dorada del cine mudo (1912-1922), con el trágico interludio de la Primera Guerra Mundial, y la eclosión del neorrealismo. Un movimiento cultural, este último, que se inscribió en un contexto revolucionario: el de la liberación en 1945 de la Italia fascista de Benito Mussolini, y en la que jugó un papel decisivo la resistencia partisana y el Partido Comunista.
Convulsiones, acontecimientos sociales y políticos que, al igual que ocurrió tres décadas antes en Rusia, irrumpieron en la cinematografía italiana operando una ruptura radical con la producción anterior, es decir con la de un cine de propaganda y alienación, de pretendida intemporalidad y de alejamiento de la realidad. Lo que se llamó el cine de “Teléfonos Blancos”.
Crítico con su tiempo
En aquel momento histórico se trataba pues de volver a la realidad (de ahí el apelativo neorrealismo) en la que se desarrollaba la sociedad italiana. A esa tarea se dedicaron con gran entusiasmo, pero con escasos medios económicos y técnicos, el católico militante antifascista Roberto Rossellini, el idealista Vittorio De Sica y los marxistas Luchino Visconti y Giuseppe De Santis, quienes, entre otras películas, dirigieron “Roma, ciudad abierta” (1945), “Ladrón de bicicletas” (1948), “La tierra tiembla” (1948) y “Arroz amargo” (1949). Obras maestras imperecederas que marcaron un antes y un después en el cine transalpino, y que, pese a la muerte prematura del movimiento neorrealista (década 1950), influyeron en la obra cinematográfica de nuevas generaciones con su rica enseñanza: ser testigos críticos de su tiempo.
Fue el caso también de Ettore Scola (Trevico, 1931-Roma, 2015), director, guionista y militante comunista que entendió el cine como un medio más para transformar la realidad, en este caso a partir de la toma de conciencia del espectador. Sin estereotipos reductores ni demagogias gratuitas, sino abordando todas las aristas de las historias narradas y de sus complejos personajes. Para ello recurrió a los más diversos géneros cinematográficos: comedia, drama, documental, humor negro, drama social, drama histórico, etc., con películas como “Nos habíamos amado tanto” (1974), una sugerente reflexión sobre las renuncias que se hacen en la vida y sobre el conformismo político e intelectual; “Brutos, feos y malos” (1976), una comedia negra sobre la miseria que rodea a las grandes urbes; o “La noche de Varennes” (1982), crónica de la huida del rey Luís XVI en plena Revolución francesa de 1789, por citar algunos ejemplos de su extensa filmografía.
Sin embargo, yo seguiré conmoviéndome cada vez que, en aquella “Jornada Particular” (la mejor película de Ettore Scola), asista al encuentro entre Antoinetta y Gabriele (inolvidables Sophia Loren y Marcello Mastroianni) en el que encontraron la ternura del amor, la embriaguez de la cultura y la belleza de unas vidas truncadas por la bestia parda del fascismo. Y eso no podrá impedirlo la muerte del gran cineasta italiano, porque la vigencia de su cine siempre perdurará.
Rosebud