No hace falta decir que la crisis estructural del capitalismo español e internacional mantiene una relación directa con las cada vez más mediáticas y sangrantes corruptelas que son lanzadas a la palestra de la opinión pública en nuestro país. Aunque los rankings que tratan de cuantificar el nivel de corrupción en todos los países del globo sitúan a España en un relativamente cómodo trigésimo puesto (disputando ese dudoso honor a Botsuana), el paulatino desgaste que sufre hoy la legitimidad política del gobierno patronal que dirige nuestro país no ha pasado desapercibida, mas particularmente tras el escándalo suscitado por el ex-tesorero del PP, Luis Bárcenas. A tal efecto, la Comisión Europea no ha podido evitar el mostrarse preocupada, además de por el ya mencionado descrédito, por el impacto negativo que ello pudiera tener de cara a ''la confianza de los inversores internacionales''. En ese sentido, el capitalismo encuentra en el grado de corrupción de sus diferentes oligarquías una rémora (en la medida que en sus modelos teóricos, tan alejados de la realidad, afecta negativamente a la libre competencia), al mismo tiempo que una dinámica consustancial a su desarrollo en base a la explotación capitalista y la mercantilización de todos los aspectos de la vida cotidiana, lo cual incluye, sobra decirlo, desde sentencias judiciales a las adjudicaciones de contratos públicos.
Pero, ¿es acaso la Unión Europea ajena al cohecho y a la prevaricación? El nivel de corrupción crece a pasos agigantados en aquellos países miembros en los que la creciente descomposición económico-política hace aflorar inéditos niveles de podredumbre, hasta ahora relativamente soterrados, siendo el caso de Grecia especialmente paradigmático, con el mayor índice de corrupción de la UE, ¿Y qué hay de las sacrosantas instituciones comunitarias europeas, que hoy tratan de presentársenos como principales artífices de la lucha contra el fraude? Son precisamente éstas quienes promueven y dan cobertura jurídica a la corrupción, llevando a esta manifestación infame de la sociedad de clases al más alto grado de perfeccionamiento conocido hasta la fecha: el lobby o grupo de presión.
El lobby es producto de la consolidación del moderno estado capitalista en su forma representativa, una vez finalizada la fase ascensional de la burguesía como clase revolucionaria. Con este término se hacía referencia en Inglaterra a la habitual práctica por parte de los grandes oligarcas del país de aguardar a la llegada de los miembros de la Cámara de los Comunes en los salones (lobbies, en inglés) que aún hoy alberga el Palacio de Westminster, con el único fin de influenciar con sus dádivas a los parlamentarios y conseguir así una legislación favorable a sus intereses de clase, ejemplificando con absoluta claridad aquello que decía Engels de que la riqueza ejerce su poder ''de una parte, bajo la corrupción directa de los funcionarios, y de otra parte, a través de la alianza entre el gobierno y la Bolsa''. No mucho después la patronal estadounidense asumiría como propios dichos métodos, aceptados con satisfacción por una u otra parte, siendo allí donde se articularían como un pretendido ''oficio'' pretendidamente respetable que no tardaría en ser amparado y regulado por la propia legalidad burguesa.
Algo similar sucedería en el seno de la Unión Europea. Con el ya avanzado proceso de convergencia europea y articulado el actual organigrama de instituciones de la Unión, ante la consolidación del actual derecho comunitario (que cuenta con un rango superior al derecho interno de los países miembros, siendo las directivas y reglamentos elementos determinantes para el desarrollo de este último), las grandes empresas transnacionales advertirían la relevancia estratégica que adquirían el Parlamento Europeo y la Comisión Europea para la consecución de sus intereses monopolísticos. Ello convertiría a Bruselas en el centro de la actividad de estos lobbies, que emplean a más de 30.000 personas en la capital belga. La amplia mayoría de ellos (aproximadamente el 70%) lo harían a nómina de diferentes grupos empresariales tales como el hoy celebérrimo Monsanto, Phillip Morris, Unilever, Repsol o diversas asociaciones de carácter sectorial como la Asociación de la Industria Aeroespacial y la Defensa Europea, que reúne a las empresas armamentísticas europeas, la Mesa Redonda Europea de los Empresarios, compuesta por los directivos de los 45 multinacionales más grandes de la Unión, y así un interminable etcétera.
Frente a la actividad cada vez más intensa de estos grupos monopolísticos y sus respectivos lobbies, sometidos a una guerra económica permanente, la Unión Europea se vio obligada a institucionalizar esta práctica. Sus objetivos eran, por una parte, obtener la legitimidad suficiente como para facilitar la corrupción y el fraude en el seno de sus instituciones y al mismo tiempo, garantizar un cierto control sobre dichos métodos, que evidencia de forma manifiesta el carácter instrumental de la UE en beneficio de las empresas transnacionales. Los escándalos provocados por la cada vez más abierta relación entre éstas y las más altas instancias de la Unión eran cada vez más frecuentes: la incorporación como asesor de Telefónica de Martin Bangemann, comisario europeo de telecomunicaciones, un mes antes de abandonar dicho cargo; el abandono de su escaño por parte de la eurodiputada finlandesa Piia-Noora Kauppi con el fin de trabajar para el lobby Federación Finlandesa de Servicios Financieros; o las filtraciones por parte de dos periodistas del dominical británico ''The Sunday Times'' que mostraban la disposición del entonces director de la Defensa Comercial de la Comisión Europea, Fritz-Harald Wenig, para favorecer previo pago la influencia de un empresario chino que resultó ser una invención de dichos periodistas. A ese efecto, en 2008 se constituiría un registro voluntario como parte de la Iniciativa Europea de Transparencia, mediante la cual se requería a éstas que hicieran constar con detalle su actividad como lobbies. Solo una ínfima minoría (en torno al 23%), la mayoría de ellas Organizaciones No Gubernamentales, facilitaría dicha información, escudándose en la necesaria discrecionalidad de su actividad. Todo apunta a que así ha seguido siendo, cuando sale a la luz pública que varios europarlamentarios copiaron literalmente las enmiendas que grandes multinacionales como Amazon o Ebay o instituciones como la Cámara de Comercio estadounidense o la Federación Europea de Banca les habían ''sugerido'' previamente ante el nuevo proyecto de ley sobre protección de datos de consumidores que comenzó a tramitarse a comienzos de este año en el Parlamento Europeo.
El notorio fracaso en el que ha redundado dicha iniciativa suponía, además, un fuerte varapalo para las organizaciones reformistas de diferente pelaje, que todavía mantienen su esperanza en construir una ''Europa de los pueblos'' como proyecto altermundista supuestamente contrapuesto a la ''Europa de los mercados''. Lo que parecen desconocer nuestros oportunistas patrios es que la corrupción es un fenómeno consustancial a la sociedad de clases. ¿Es posible disociar uno y otro, tal y como se esfuerzan denodadamente por hacer creer a la clase obrera de nuestro país con toda su retahíla de programas electorales y grandilocuentes declaraciones políticas? ¿Es la corrupción un mero problema de voluntad individual o afán personal de enriquecimiento por parte de algunos de nuestros más ínclitos y desvergonzados dirigentes? El reformista responderá afirmativamente a ambas preguntas mientras mira con complicidad al oportunista, cuya contestación dependerá del auditorio que le escuche. Mientras tanto, el revolucionario honesto replicará que las dos son fórmulas quiméricas. Para este último la corrupción es consecuencia del resquebrajamiento del propio bloque oligárquico-burgués, de la rivalidad existente entre diferentes facciones de éste: por una parte, aquellos caracterizados por su función especulativa y dirigidos por los sectores más aventureros del capital financiero, que agrupan sectores tan dispares como el inmobiliario o el tráfico de drogas. Su naturaleza agresiva hace de la corrupción la vía idónea para el escamoteo de un mayor volumen de riqueza, especialmente ante las cantidades ingentes de dinero negro que necesitan ser normalizadas en complicidad con las instituciones financieras internacionales; por la otra parte, aquellos sectores que ante la incapacidad o las dificultades para hacerse valer a través de medios fraudulentos, exigen con rotundidad la más firme de las luchas contra la corrupción, un mayor grado de transparencia de las instituciones públicas y de quienes las componen. Al fin y al cabo, la lucha contra la corrupción sin el objetivo de trascender el capitalismo que lo sustenta no es más que la reivindicación del regreso a la época de la libre e igual competencia entre capitalistas, la reedición contemporánea del viejo sueño pequeñoburgués de Proudhon. Pero los hechos, como nuestros oportunistas, son tozudos, y muestran de forma irrefutable la inviabilidad de sus propuestas. Conviene recordar a este respecto las palabras de Marx en su imprescindible ''Las luchas de clases en Francia”, cuando afirmaba que ''mientras la aristocracia financiera hacía las leyes, regentaba la administración del Estado, disponía de todos los poderes públicos organizados y dominaba a la opinión pública mediante la situación de hecho y mediante la prensa, se repetía en todas las esferas (...) el mismo fraude descarado, el mismo afán por enriquecerse, no mediante la producción, sino mediante el escamoteo de la riqueza ajena ya creada''.
A.C.