El 12 de junio de 1985 se firmaba en solemne acto en el Palacio Real de Madrid el tratado por el cual España, tras arduas y extensas negociaciones mantenidas por 23 años, se incorporaba como miembro de pleno derecho a la Comunidad Económica Europea (CEE).

La construcción económica y política europea, encarnada en el pasado por la CEE y hoy por la UE, es un proyecto indisociablemente unido desde su fundación a los intereses de los monopolios de nuestro continente. En consecuencia, su naturaleza es esencialmente reaccionaria y contraria a los intereses de la clase obrera internacional.

Fuera de toda duda quienes han resultado los principales perjudicados de la adhesión de España a la CEE: la clase obrera, sometida a crecientes tasas de explotación y a mayores cifras de desempleo, así como ciertas capas populares, expuestas de forma brutal a un intenso proceso de proletarización. Si bien una parte importante del tejido productivo experimentó un serio varapalo debido a la superioridad de sus nuevos competidores europeos, otros sectores del capitalismo español mejoraron considerablemente su posición aprovechando las nuevas dinámicas de internacionalización de capitales e integrándose en las cada vez más densas relaciones económicas en el seno del mercado común europeo.

El establecimiento de la unión aduanera, la libre circulación de personas, servicios y capitales y la consiguiente supresión paulatina de las barreras arancelarias que gravaban las mercancías del exterior llevó a la balanza comercial española a pasar del superávit a un más que considerable déficit en unos pocos años. Ello expresaba las dificultades de la industria española ante la competencia de los grandes monopolios europeos, tanto en la calidad de sus productos como en el precio de los mismos, especialmente aquellas que ya entonces conformaban las principales protagonistas del tejido empresarial español, las pequeñas y medianas empresas. Tal antagonismo solo podría encontrar resolución a través del cierre de un gran número de éstas, provocando al mismo tiempo la aparición de una elevada tasa de desempleo estructural que ha perdurado durante las últimas tres décadas, y que se ha visto acentuado desde el comienzo de la crisis capitalista mundial en 2007.

La recepción de cantidades inmensas de inversión extranjera se encuentra directamente relacionada con la progresiva privatización de las, hasta entonces, empresas públicas españolas en el marco de las políticas de reconversión industrial, iniciadas en la década de los ochenta, agudizadas en extremo tras la adhesión de España a la CEE. La mayor parte de la Inversión Extranjera Directa tendría como objetivo adquirir empresas en una situación financiera complicada a bajo coste, ya fueran públicas o privadas. Por norma general, los otrora monopolios u oligopolios estatales pasaron a tener un accionariado con importante presencia de inversionistas extranjeros, pero con una especial preponderancia de algunas de las principales entidades financieras españolas como Banco Santander o BBVA, cuando no directamente entregadas a grandes monopolios europeos -como fue el caso de la SEAT, cedida a Volkswagen por el Instituto Nacional de Industria-. De esta forma, los monopolios europeos pasaban a controlar privilegiados canales de distribución y comercialización en el propio mercado español, utilizando en muchas ocasiones nuestro país como plataforma de exportación al resto de países de la CEE, dado el precio sensiblemente más bajo de la fuerza de trabajo en nuestro país.

Todo el proceso anteriormente descrito solo pudo ser realizable debido a un aumento considerable de la explotación a los trabajadores de nuestro país. Como consecuencia del desarrollo desigual del capitalismo a escala mundial, y de las particularidades del proceso de industrialización de España en virtud de una creciente división internacional del trabajo, el precio de la incorporación de nuestro país a la CEE sería indiscutiblemente elevado. En contra de las ilusorias previsiones de los voceros de la oligarquía, la “modernización” de España y de su tejido productivo de forma equiparable al de otros países capitalistas europeos, cuya industria se fundamenta en sectores de alto valor añadido, sería una entelequia de imposible realización. En ese sentido, la especialización productiva de nuestro país sería fundamentada en el mantenimiento de un bajo coste de la fuerza de trabajo para asegurar mayores niveles de competitividad, al igual que otros países miembros de la CEE como Grecia y Portugal y a diferencia de otros, como los estados centrales y nórdicos, que asumieron una especialización industrial de un fuerte componente tecnológico.

En lo que al futuro respecta, no cabe duda alguna de que la política anti-social de los monopolios continuará siendo el eje vertebral de una Unión Europea en decadencia y que observa como viene siendo desplazada, en lo que a poderío económico, político y militar se refiere, por otras potencias capitalistas emergentes. Ante este incierto panorama, las negociaciones abiertas entre el Departamento de Comercio estadounidense y la Comisión Europea en lo que se ha venido a denominar Asociación Trasatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP, por sus siglas en inglés) representan una posible y temporal vía de resolución de dicha situación, teniendo como contrapartida necesaria un empeoramiento absoluto de las condiciones de vida y de trabajo de las mayorías obreras y populares de todos los países de la UE. En manos de la clase obrera internacional está la posibilidad de frustrar los planes de los monopolios de uno y otro lado del Atlántico y tomar, de una vez por todas, las riendas de su futuro hacia una sociedad donde la justicia sea máxima y ley.

uyl_logo40a.png