Es posible que se alberguen dudas sobre la feminización de la pobreza, aun concebida como un proceso. Incluso que parezca una exageración el binomio mujer y pobreza, como si ese énfasis le restara importancia al deterioro general de las condiciones de vida de la clase obrera y no fuera la expresión más descarnada y brutal de la depauperización en su parte más débil. Sin embargo, la realidad es tozuda y más de 1000 millones de personas en el mundo, mayoría mujeres, viven en condiciones de pobreza. El fenómeno es creciente también en nuestro país y así frente a la concentración de capitales y los beneficios de las empresas del Ibex 35 (eso que llaman recuperación) las dificultades para llegar a fin de mes se constatan sin necesidad de que ningún comité europeo venga a decirnos que el salario mínimo en el sector privado y en el personal contratado de las administraciones no garantizan un nivel de vida digno. Lo sabemos, cómo sabemos que la pobreza no viene únicamente determinada por esa insuficiencia de ingresos y que hay que incorporar aspectos como la salud, la educación, el empleo, la vivienda…De modo que, aunque la pobreza afecta a los hogares en general, la división sexual del trabajo y las responsabilidades relacionadas con la familia que asumimos las mujeres, nos somete a una carga mayor tanto por tener que administrar la escasez, como por las elevadas tasas de subempleo y precariedad laboral, lo que repercute directa y negativamente mente en la salud.
Vemos los efectos de la crisis estructural del capitalismo: paro, trabajos basura, drásticas reducciones de salarios, despidos, desahucios, recortes en educación y sanidad, contrarreformas laborales, etc.., que afectan a los sectores populares llevándolos , cada vez más, a situaciones de precariedad y pobreza extrema. Pero hay un desigual impacto de las medidas de hambre que la oligarquía implementa. Se contrata más fácilmente a los hombres, no hay igualdad salarial, el acceso a los puestos públicos es más difícil, la brecha salarial entre hombres y mujeres en el año 2013 llegó a un 31% y las mujeres tendrían que haber trabajado 67 días más para ganar el mismo salario/hora que un hombre por efectuar el mismo trabajo. La combinación de salarios bajos y falta de posibilidades para garantizar el cuidado de la infancia o de mayores y personas dependientes hace que muchas madres prefieran no trabajar o tengan que hacerlo en peores condiciones. El hecho de que la renta salarial de las mujeres sea menor lleva implícita mayor desprotección social ya que, como consecuencia de cotizar menos, aumentan las dificultades para obtener prestaciones por desempleo o el derecho a la jubilación contributiva, aumentando especialmente el riesgo de pobreza en las mujeres conforme se acerca la vejez.
Un estudio monográfico sobre vulnerabilidad social, realizado entre mujeres en edad activa atendidas por la Cruz Roja española, revela que los problemas más destacados son de índole económica. Los porcentajes de mujeres sin ingresos y que tienen problemas de impagos relacionados con la vivienda superan a los del conjunto de la población. Un tercio de las familias monomarentales no recibe pensión de alimentos ni cuenta con apoyo por parte de los abuelos.
La tasa de trabajadoras pobres es del 79,9% según el mismo estudio.
A la sobrecarga por razón de género que se produce en la esfera reproductiva, hay que añadirle la sobrecarga en nuestro rol productivo, de modo que pobreza y falta de formación aumentan la vulnerabilidad de las mujeres en materia de salud, enfermedades de transmisión sexual, embarazos no deseados y abusos sociales y familiares. El sistema decrépito está “dándolo todo” en la lucha de clases para tratar de recomponerse y la clase obrera está afrontando condiciones de vida miserables, condiciones cada vez peores. La realidad es especialmente acuciante para las mujeres de la clase trabajadora.
Blanca Rivas & Lola Jiménez