“Para lanzar el golpe Casado se había instalado en el Ministerio de Hacienda, sito en la calle de Alcalá, desde donde Miaja dirigió la defensa de Madrid durante el sitio de 1936. Val, Salgado, González Marín y García Pradas entraron en el edificio a las 20,45 horas, seguidos poco después por Besteiro y Wenceslao Carrillo.

Pradas había enviado escuadrones anarquistas para que controlaran las oficinas de las dos principales emisoras de radio republicanas, Unión Radio y Radio España. A medianoche (6 de marzo de 1939), con el edificio rodeado de fuerzas encabezadas por el teniente coronel Cipriano Mera, Julián Besteiro con voz temblorosa realizó por radio el anuncio del recién creado Consejo Nacional de Defensa”. Así relata Paul Preston, en su libro “El final de la guerra. La última puñalada a la República”, el golpe de Estado perpetrado por altos mandos militares de la República, socialistas del PSOE, anarquistas de la CNT, republicanos de izquierda y sindicalistas de UGT contra el gobierno legítimo de la II República. La cobarde conjura costó muchos miles de vidas y la ruina de decenas de miles más.

“Paz honrosa”

La traición se había concertado con antelación a esa proclama, concretamente el 9 de febrero en la ciudad francesa de Perpiñan. Allí un emisario del general Miaja, el capitán Antonio López Fernández, un hombre ferozmente anticomunista, planteó a Negrín, jefe del gobierno, que se quedara en Francia y que Azaña, presidente de la República que había huido a ese país tras la caída de Cataluña en manos fascistas el 26 de enero, diera permiso a Miaja para firmar la paz con los rebeldes franquistas. La respuesta de Negrín, apoyada por los comunistas partidarios de la resistencia a ultranza, fue que la paz no se lograría sin condiciones y que había que “seguir luchando hasta el final”. El gobierno de la República estimaba que la guerra no estaba perdida y que había efectivos (más de 500.000 combatientes) y armamento (nuevos envíos de la URSS esperando en Marsella) suficientes para resistir todavía unos meses más. Al menos hasta que estallase la más que probable II Guerra Mundial (el 30 de septiembre de 1938 Hitler ya había ocupado el territorio checoslovaco de los Sudetes), en cuyo caso la República española podría salvarse formando parte del bloque que combatiría al nazi-fascismo. Pero los dados estaban echados, por un lado, los sediciosos liderados por el coronel Segismundo Casado, jefe del Ejército del Centro, enardecidos por un odio sin límites a Negrín y por un enfermizo anticomunismo, proseguían sus contactos con los servicios secretos franquistas y con la Quinta Columna a fin de obtener la llamada “Paz honrosa”, y, por otro lado, la “comunidad internacional”, en particular Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos, quien después de haber obstaculizado la ayuda exterior a la República con su cínica política de “no intervención”, se disponía a reconocer sin más dilación el régimen fascista del general Franco. La consecuencia inmediata de tanta felonía fue la desintegración de la resistencia republicana en todos los frentes y la victoria del fascismo con su secuela de represión, muerte y exilio. Y aquí Roma no pagó a traidores. La “paz honrosa” se transformó, como anunciaban los comunistas, en una larga y terrible noche.

Han pasado 76 años desde esos sucesos vergonzosos, y ni su extrema gravedad ni su trascendencia en el resultado final de la contienda han sido valoradas con suficiente objetividad y justeza. Al margen de su escasa divulgación. Una cosa queda clara, sin embargo, tanto los rastreros traidores que se atrevieron a cometer el segundo golpe militar contra la República como la “colectividad internacional”, prefirieron para España —en un momento crucial de su historia— un gobierno fascista a un gobierno popular que pusiera en peligro los intereses del capital. Enseñanza que los/as comunistas, los/as revolucionarios/as, no debemos olvidar en nuestras luchas actuales y por venir.

José L. Quirante

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