“El pensamiento único”, “lo políticamente correcto”, son siempre malos consejeros cuando se trata de comprender en toda su amplitud acontecimientos políticos graves y complejos. Son, pues, árboles que impiden ver el resto del bosque. Y eso es lo que está ocurriendo en Francia después del terrible atentado cometido en París el pasado 7 de enero contra la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo, y la posterior toma de rehenes en una empresa del noreste del país vecino y en un supermercado parisino dedicado a la alimentación judía, y que han dejado 20 muertos —entre ellos 3 terroristas— y numerosos heridos.
Para los influyentes medios de comunicación burgueses y para no pocos gobiernos occidentales, en particular de la Unión Europea y Estados Unidos, el asunto se limita a la acción demente del terrorismo islámico que, según palabras del Ministerio del Interior galo, “ha decidido declarar la guerra a Occidente atacando sus pilares básicos: la democracia y la libertad de expresión”. Es por ello, para defender esos principios, que el presidente François Hollande ha lanzado la estrategia política de la “unión nacional” —una especie de “unión sagrada”— de todos los partidos políticos, incluyendo una entrevista particular con Marine Le Pen, dirigente del xenófobo Frente Nacional. Con ello, es decir, con ese posicionamiento que se pretende “políticamente correcto”, el inquilino del Palacio del Elíseo intenta alcanzar tres objetivos: primero, desviar la atención de la opinión pública de cualquier crítica respecto a la responsabilidad gubernamental en el horrible suceso; segundo, reactivar la popularidad del Jefe del Estado francés, por los suelos en los últimos tiempos; y en tercer lugar, pero sin duda el objetivo más importante, omitir con esta especie de fuite en avant las causas reales que han conducido a tamaña matanza en pleno centro de París. Razones que, sin duda alguna, son de carácter interno y externo, y por supuesto de todo tipo: social, religioso, cultural, político y económico.
Seis millones de musulmanes
A lo largo del siglo XX Francia ha recibido inmigrantes procedentes de diversos países europeos. Italianos, polacos, portugueses y españoles, principalmente; han trabajado y se han integrado en ese país con mayor o menor fortuna sin plantear problemas insuperables. Hoy, segundas y terceras generaciones oriundas de esas emigraciones europeas constituyen, con los problemas inherentes al sistema capitalista —explotación, paro y bajos salarios— buena parte del tejido social francés. Sin embargo, la comunidad musulmana (unos 6 millones de personas), procedente de África septentrional y subsahariana y de Turquía, esencialmente, ha ocasionado conflictos de envergadura a lo largo de su existencia, por razones tan diversas como la propia historia colonial francesa en esa parte del mundo, por las divergencias culturales y religiosas, el racismo al que se la somete, la marginación social que sufre en barrios desfavorecidos, el desamparo político y sindical y por la sobreexplotación laboral. Y si a todo eso añadimos la política imperialista actual de Francia en Iraq, Afganistán, Libia, Malí, Centroáfrica, Líbano, Siria, etc., es decir en países árabes y, en general, de religión musulmana, con su secuela de miles y miles de víctimas inocentes, se comprenderá fácilmente por qué el coctel de la violencia está servido, y por qué, de alguna manera, Francia recolecta lo sembrado con tanto empeño.
Ahora lo que se impone con urgencia es cómo salir de esa peligrosa espiral de racismo, explotación y violencia que igualmente se extiende por una Unión Europea creada exclusivamente para defender los intereses de las multinacionales capitalistas, tanto en su seno como en otros lugares del planeta. Evidentemente, no saldremos de ese avispero persistiendo en políticas de injusticia social, desigualdad y miseria para la inmensa mayoría de los pueblos del mundo entero, sino a partir de una lucha decidida y sin descanso contra el capitalismo y por la construcción del socialismo. En otras palabras, se impone de manera acuciante recuperar para la clase obrera, entendida esta en su acepción más internacionalista, la ideología que permite no equivocarse de enemigo, abandonar supersticiones y oscurantismos religiosos y cimentar las bases de una sociedad de justicia social, de respeto a la soberanía nacional y de solidaridad entre los pueblos. Lo demás es engañar a la gente vilmente y sembrar vientos para más tarde recoger tempestades.
José L. Quirante