El fetichismo de la mercancía constituye una de las aportaciones más valiosas que hace Marx en El capital. En coherencia con su método de trabajo, Marx le dedica a esta categoría, fundamental en la economía política, unas páginas preciosas en el Libro Primero.
Nos dice Marx:
“La igualdad de los trabajos humanos recibe la forma objetiva de la misma objetividad de valor de los productos del trabajo, la medida del gasto de fuerza de trabajo mediante su duración recibe la forma de la magnitud de valor de los productos del trabajo, y por último, las relaciones de lo productores en que se actúan esas determinaciones sociales de sus trabajos reciben la forma de una relación social de los productos del trabajo”.
Marx nos habla aquí de varias cuestiones esenciales para nuestro trabajo político diario. Los productos del trabajo humano tiene un equivalente que les permite convertirse en mercancías y estar, por tanto, dotadas no sólo de valor de uso, sino también de valor de cambio; esa sustancia de valor que permite equiparar unas y otras mercancías es el tiempo de trabajo empleado en su producción. Y estos productores de mercancías se insertan en unas relaciones de producción determinadas.
¿Dónde reside, pues, el “carácter místico de la mercancía”? No, desde luego, del valor de uso de esa mercancía. Que el petróleo, por ejemplo, sirva como combustible no tiene en sí nada de “místico”. La cuestión reside en la forma-mercancía que adquieren los productos del trabajo humano que, aunque son reflejo de las características sociales de su proceso de producción, se presenta, a ojos del productor, como características naturales de los productos mismos, no de su propio trabajo, velando así las relaciones sociales bajo las cuales se producen las mercancías.
En realidad, continúa Marx:
“la forma de mercancía y la relación de valor de los productos de trabajo…no es más que la relación social determinada de los mismos hombres, la cual adopta aquí la forma fantasmagórica de una relación entre cosas…Esto es lo que yo llamo fetichismo”.
Los productores enfrentan sus “trabajos aislados” en el mercado frente a otros “trabajos aislados”, como “eslabones del trabajo social total”, y es el intercambio el que las pone en relación. Por el camino, esa conversión en mercancías del producto del trabajo humano se presenta a ojos del productor invertida: las relaciones sociales aparecen como “relaciones objetivas de las personas y relaciones sociales de las cosas”.
Al ser fruto de la misma producción de mercancías, este “fetichismo” es inherente a la misma producción de esas mercancías. En un modo de producción como el capitalista, en el que la producción de mercancías ha alcanzado un nivel inimaginable en modos anteriores, es inevitable que ese carácter fetichista de la producción de mercancías alcance cotas mucho incomparablemente mayores.
Este velamiento de las relaciones sociales sobre las que se fundamenta la producción de mercancías contribuye sobremanera a ocultar a los ojos de la clase obrera su situación, de facto, de explotación, así como la detracción de plusvalía de la que es objeto por parte de la burguesía.
En esta ocultación la forma-dinero de las mercancías contribuye enormemente a encubrir “el carácter social de los trabajos privados y, por tanto, las relaciones sociales de los trabajadores privados, en vez de revelarlos”. Así, los poseedores de los medios de producción disponen de un arma excepcional para transfigurar su explotación social de la fuerza de trabajo en una relación natural ente iguales que intercambian servicios. Luego, sólo es necesario que la economía política burguesa sancione ese estado de cosas como algo inmutable y eterno.
En un modo de producción, por el contrario, en la que el producto del trabajo fuera directamente social, al ser comunes los medios de producción, todo el “misticismo” de la mercancía desaparecería, mostrándose las relaciones sociales “de los hombres con sus trabajos y sus productos de trabajo” de forma sencilla y clara, fundamentadas en la cooperación y no en la explotación.
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