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Tal y como puso de manifiesto la cumbre del Consejo Europeo celebrada el pasado mes de diciembre dedicada a la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD), el proyecto imperialista europeo es preso hoy de agudas contradicciones en su seno. Tanto es así que cuestiones de una relevancia superlativa para la convergencia de los Estados Miembros de la Unión Europea, tales como el fortalecimiento de la Base Industrial de Defensa Europea o la obtención de una fuerza militar conjunta y permanente, han encontrado escollos infranqueables que han impedido, al menos temporalmente, reclamar y defender de forma mas activa los intereses de los monopolios europeos más allá de las fronteras de la UE a través de sus propios instrumentos institucionales.

 

Sin embargo, y como es obvio, este tipo de eventualidades no significan en ningún caso que los monopolios europeos abandonen la fuerza de las armas como medio para la salvaguarda e imposición de sus intereses. Por un lado, las Fuerzas Armadas de los respectivos Estados Miembros de la Unión, que aunque siguen configurándose como principales detentores del reconocimiento legal y de las asignaciones presupuestarias para el desarrollo de su cometido bélico, se enfrentan al ascenso de Empresas Militares y de Seguridad Privadas, grandes compañías mercenarias que cuentan ofrecen altas capacidades operativas sobre el terreno no solo a los propios Estados, sino a Organizaciones Internacionales  o monopolios transnacionales que expolian los recursos naturales de zonas en conflicto. Por otro lado, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que de facto se ha consolidado como principal organismo de defensa colectiva europea y que constituye uno de los principales instrumentos de los que dispone el imperialismo trasatlántico para la defensa de sus intereses en un escenario internacional mas volátil y dinámico en el que su supremacía se encuentra hoy puesta en entredicho.

Los orígenes de la OTAN se remontan a los inicios de la Guerra Fría. Contando con los antecedentes del Tratado de Dunquerque y el Tratado de Bruselas, que articularían años antes las primeras organizaciones defensivas europeas, y ante el avance en todo el planeta de la influencia soviética tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial, la política exterior estadounidense se esforzaría en desplegar toda una serie de alianzas regionales en Oriente Medio, Asia y Europa que permitiesen desarrollar una estrategia de contención contra la Unión Soviética. Estas organizaciones, de carácter eminentemente anti-soviético, serían la Organización del Tratado Central, la Organización del Tratado del Sureste Asiático y la propia OTAN, de las cuales solo esta última continuaría existiendo tras la década de los setenta, siendo la única realmente funcional para los intereses del imperialismo estadounidense ante la sumisa lealtad ofrecida por la práctica totalidad de gobiernos europeos y dada la creciente relación de interdependencia económica y política entre ambos polos del imperialismo trasatlántico.

A priori, la desaparición de la Unión Soviética y del Pacto de Varsovia hacía de la OTAN una alianza cuya razón de ser quedaba desdibujada. Ya a comienzos de la década de los noventa, la Unión Europea Occidental, organismo de defensa colectiva nacido con el ya mencionado Tratado de Bruselas, parecía expresar la voluntad de los monopolios europeos por contar con un mayor grado de autonomía en materia de seguridad y defensa. Sería entonces cuando la recién constituida Unión Europea se dotaba de los primeros mecanismos de cooperación intergubernamental que le permitirían realizar operaciones militares fuera en el extranjero, las conocidas como Misiones Petersberg. Ello solapaba determinadas funciones que ya entonces realizaba la OTAN, particularmente las denominadas “operaciones de mantenimiento de la paz”, por lo que los mandatarios estadounidenses se vieron profundamente contrariados en la medida que podría derivar en el debilitamiento de la Identidad Europea de Seguridad y Defensa promovida por la OTAN como parte de su estructura militar en el viejo continente. La respuesta de la Administración Clinton fue meridianamente clara ante esta eventualidad, mediante las conocidas como tres D’s anunciadas por la entonces Secretaria de Estado Madeleine Albright: no discriminación de los miembros no europeos de la OTAN (en referencia a Turquía), no división en la toma de decisiones entre los EEUU y la UE, y no duplicación de estructuras y funciones de las ya existentes en la propia OTAN. El mensaje era claro: los EEUU, cuya supremacía militar era entonces indiscutible, no permitirían que su influencia en la seguridad y defensa europea se viese debilitada por el afán del imperialismo europeo de contar con sus propias capacidades militares y así no depender tan profundamente de la protección estadounidense proporcionada a través de la estructura de la OTAN.

Sobre las bases de la subsidiariedad de la dimensión militar de la UE respecto al imperialismo estadounidense se configuraría un nuevo marco de las relaciones trasatlánticas: los acuerdos Berlín Plus. Este convenio representaría a priori la conciliación de intereses de los monopolios de uno y otro lado del Atlántico. Mediante ellos, la UE no necesitaría desarrollar su Política Europea de Seguridad y Defensa y dotarse de capacidades propias, pues tendría acceso a la planificación operativa de la OTAN, y además podría hacer uso de las capacidades y activos comunes de la OTAN. Sin embargo, por la vía de los hechos quedaría demostrado que tales esfuerzos por conciliar los intereses de los monopolios europeos y estadounidenses serían infructuosos: hasta la fecha, la UE solo haría uso de las recursos de la OTAN según los acuerdos de Berlín Plus en dos ocasiones, las operaciones Concordia (Macedonia, 2003) y Althea (Bosnia-Herzagovina, 2004). De nuevo, la pugna entre dos viejos socios prevaleció sobre sus grandilocuentes declaraciones de intereses comunes.

De forma más reciente, hitos para el proceso de convergencia comunitaria y para la evolución de las relaciones trasatlánticas como la entrada en vigor del Tratado de Lisboa (2009) o la aprobación del nuevo Concepto Estratégico de la OTAN (2011) marcaron profundamente el desarrollo de la política militar del imperialismo estadounidense y europeo. La crisis económica mundial ha traído a colación nuevas problemáticas que han favorecido manifiestamente la subsidiariedad del polo imperialista europeo respecto al estadounidense, especialmente en su política exterior. El ascenso geoeconómico de Asia-Pacífico, el debilitamiento estructural del proceso de convergencia europeo y el retroceso del liderazgo global en manos de Estados Unidos ha dado lugar a un nuevo escenario estratégico en el que los antagonismos interimperialistas y la pugna por determinados recursos y rutas de suministro se torna un elemento de una actualidad política cada vez mas explícita, no expresándose únicamente en forma de conflictos armados, sino también mediante guerras económicas, quizás de modo mas sutil y soterrado, pero de consecuencias igualmente funestas para los trabajadores de todo el mundo.

Ante tal aciago panorama, rechazar las pretensiones belicistas de los monopolios estadounidenses y europeos y el uso de nuestro suelo para tan espurios fines, denunciar las tropelías cometidas por la OTAN en todo el mundo y la participación de nuestro país en tales actividades, constituyen bases fundamentales de una posición independiente para las mayorías obreras y populares de nuestro país, y en definitiva, de toda política que se proponga la erradicación de las guerras como objetivo realizable en el marco de una nueva sociedad. 

Alfonso Reyes

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