El 23 de agosto de 1986, las organizaciones de disidentes antisoviéticos residentes fuera de la URSS se aprestaban a convocar a lo largo y ancho del mundo capitalista decenas de manifestaciones para condenar el Pacto Molotov-Von Ribbentrop rubricado 47 años antes.
Los protagonistas de estos actos, que en suma serían conocidos a posteriori como el Día de la Cinta Negra (Black Ribbon Day), identificaban interesadamente a las dos partes del pacto como elementos totalitarios y contrarios a la libertad.
Estas protestas constituirían la antesala de la contrarrevolucionaria Cadena del Báltico de 1989, acción promovida por el imperialismo en Estonia, Letonia y Lituania en las postrimerías de la Unión Soviética y que acabaría desembocando en la independencia de estos territorios. El primer paso para la desintegración definitiva del proyecto socialista soviético.
Años más tarde, en 2009, el Parlamento Europeo -cámara legislativa de una estructura, la Unión Europea, que permite la participación de organizaciones nazifascistas en sus comisiones e instituciones y que apoya abiertamente movimientos fascistas en Ucrania- votaba con solemne hipocresía una condena al fascismo y al comunismo y la instauración del 23 de agosto como jornada de conmemoración de “sus víctimas”. A partir de entonces pasaría a celebrarse anualmente dicha conmemoración.
La equiparación de nazifascismo y comunismo no era, para entonces, nada novedoso en la Unión Europea. Ni en ningún rincón del mundo capitalista. Ya durante la Guerra Fría, la burguesía se aprovechaba de manera abyecta de la memoria antifascista de los trabajadores de todo el mundo para hacer malabarismos y equiparar el fascismo -ese régimen social que ella mismo engendró para parar al movimiento obrero revolucionario- con el comunismo bajo la etiqueta de “totalitarismo y autoritarismo”. Pretendían encauzar el odio hacia el fascismo también hacia el comunismo, intentando situarlos al mismo nivel y en oposición a una democracia burguesa idealizada.
Según este esquema, que tiene en la cúspide de su elaboración teórica a intelectuales burgueses como Hannah Arendt, toda sociedad en la que se atente contra la la libertad individual típicamente liberal, tal y como la entiende la burguesía, es totalitaria y merece el desprecio de las democracias en las que imperarían, de acuerdo con esta lógica, los derechos humanos.
Terminada la Guerra Fría, algunas mentes pensantes a sueldo de los capitalistas proclamaron que la lucha de clases había terminado y que el capitalismo había triunfado definitivamente. Tal fue el caso de Francis Fukuyama. Pero la clase dominante no creía realmente en tales sandeces: sabía que en el modo de producción capitalista, junto a la burguesía, siempre existe la clase obrera y con ella la posibilidad de que germinen de nuevo sus ideas revolucionarias. Se hacía necesario, a pesar de la caída del bloque socialista, intensificar la ofensiva ideológica contra las conquistas logradas por la Unión Soviética y las democracias populares y dinamitar cualquier vestigio de reputación de ese proyecto que permaneciese en la conciencia de la clase trabajadora.
Es en ese sentido que aparece el 23 de agosto como día para condenar al “totalitarismo”, es decir al fascismo y al comunismo equiparados de manera interesada.
La elección de esta fecha por parte de los gestores políticos del sistema no fue baladí. No se trataba de una casualidad, tal y como se comenta al principio del presente artículo. La firma del Pacto Molotov-Von Ribbentrop en 1939 entre el Ministro de Exteriores del III Reich alemán y el Comisario de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética ha sido históricamente objeto de notable controversia.
La burguesía y sus lacayos académicos siempre han presentado este hecho histórico como una prueba, en el mejor de los casos, de la traición de la URSS a los pueblos de Europa; en el peor de los casos, de la supuesta similitud entre ambos regímenes. A esta visión del asunto se adhirieron, en cierta manera, todos los traidores que -disfrazándose de comunistas- actuaron contra la Unión Soviética en su interior a partir del XX Congreso del PCUS. En 1990, el gobierno soviético de Gorbachev se unía a las declaraciones occidentales y condenaba las “disposiciones secretas” del Pacto Molotov-Von Ribbentrop, que según la visión imperialista habrían servido para que “el totalitarismo” se repartiese Europa.
Lo cierto es que cuando llega el Pacto Molotov-Von Ribbentrop en agosto de 1939 han pasado ya seis años y medio desde el ascenso de Hitler al poder en Alemania, al servicio de sus capitalistas que siempre le brindaron apoyo. La burguesía de los países liberales, ansiosa de arrojar al fascismo contra la URSS, intentó en todo momento saciar la sed de conquistas del nazifascismo alemán esperando que ésta tarde o temprano se volcaría contra el socialismo soviético. A esa estrategia responden las traiciones de las democracias burguesas, que en los Acuerdos de Munich y en actos sucesivos vendieron a los pueblos de Europa al yugo fascista.
En los mencionados Acuerdos de Munich, países como Inglaterra y Francia aceptaban ceder a Alemania en 1938 partes de Checoslovaquia. En 1939, las mismas naciones callarían cuando Hitler invadiese el resto de Chequia y Eslovaquia. Paralelamente, los representantes diplomáticos de estas democracias liberales rechazaban las propuestas soviéticas de atacar a Alemania para parar su expansionismo, realizadas en sucesivas ocasiones pues la URSS tenía un pacto de ayuda mútua con Checoslovaquia.
La rúbrica del Pacto Molotov-Von Ribbentrop en 1939 constituyó un golpe de gracia soviético a la estrategia de la burguesía occidental. La Alemania hitleriana, que estaba dispuesta a posponer por un tiempo la invasión de la URSS por cuestiones puramente militares y de envergadura de la campaña, ofreció una tregua temporal a la Unión Soviética, que ésta aceptó para poder armarse y prepararse para la guerra. Las llamadas “disposiciones secretas”, que repartían esferas de influencia en Europa entre el III Reich y la Unión Soviética, fue un paso que Moscú tuvo que dar para salvar a parte de Europa del fascismo y para protegerse de su invasión. Posteriormente, el hecho de que el Ejército Rojo estuviese en Polonia al empezar la campaña de invasión nazi de su territorio permitió retrasar la llegada de los nazis a Moscú hasta el invierno. Ello constituiría un hecho decisivo para que la Unión Soviética pudiese liberar a toda Europa de la bestia fascista, mientras Francia caía de rodillas, Inglaterra resistía a duras penas y Estados Unidos contemplaba desde la distancia.
Por ello los comunistas defendemos con tesón el Pacto Molotov-Von Ribbentrop, sabiendo que sus suscriptores no eran aliados sino todo lo contrario: enemigos irreconciliables. El nazifascismo nació en Alemania con el objetivo declarado, explícito, de destruir el bolchevismo. Lo hizo apoyado por los industriales germanos y con la complicidad en política exterior de las democracias burguesas.
Hitler instauró en Alemania un modelo radicalmente distinto de sociedad del que imperaba en la Unión Soviética: en el primer país mandaba la burguesía a través de la más brutal represión, aprovechándose de esta situación para lograr mayores beneficios mediante la explotación de obreros, fuerza de trabajo esclava y la guerra; en la URSS gobernaban los obreros y campesinos, planificando la economía y repartiéndose equitativamente la riqueza, relacionándose con otros pueblos de manera justa y solidaria.
Domènec Merino, es miembro del Comité Central de los CJC