Para Engels el punto de partida para una comprensión racional del medio ambiente se hallaba en la máxima de Francis Bacon de que “solo se dominará a la naturaleza obedeciéndola”, esto es, descubriendo y conformándose a sus reglas. Sin embargo para Marx y Engels este principio baconiano, en la medida en que se aplicaba en la sociedad burguesa, se usaba como una “astucia” para conquistar la naturaleza y someterla a las leyes de acumulación y competencia del capital. La ciencia se había convertido en un mero apéndice de la obtención de beneficios y se consideraban los límites de la naturaleza únicamente como obstáculos a superar.

Esta profunda perspectiva crítica-materalista llevó a Engels a enfatizar el sinsentido del tópico de la “conquista de la naturaleza”, como si la naturaleza fuera un territorio extranjero que pudiera ser sometido a voluntad, como si la humanidad no se encontrara ya en medio del metabolismo terrestre. A cada paso los hechos nos recuerdan que nuestro dominio sobre la naturaleza no se parece en nada al dominio de un conquistador sobre el pueblo conquistado, que no es el dominio de alguien situado fuera de la naturaleza, sino que nosotros pertenecemos a la naturaleza, y que todo nuestro dominio sobre ella consiste en que, a diferencia de los demás seres, somos capaces de conocer sus leyes y de aplicarlas.

Para poner en su justo contexto nuestro título comenzaremos citando a Paul Blackledge: “La concepción de Engels de la dialéctica de la naturaleza abre un espacio desde el que se pueden entender las crisis ecológicas como derivadas del carácter alienado de las relaciones sociales capitalistas”. Y Walter Benjamin en 1940 en los “Paralipomena” de su Tesis sobre filosofía de la historia resalta que “Marx decía que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero quizás sea al contrario. Quizás las revoluciones sean un intento de los pasajeros a bordo del tren (es decir, de la raza humana) para tirar del freno de emergencia”.

En el Anti-Dühring, Engels señala que la clase capitalista era “una clase bajo cuya dirección la sociedad corre hacia el desastre como una locomotora cuya válvula de seguridad está atrancada y el conductor no logra abrir”. Engels defendía que “si el conjunto de la sociedad moderna no ha de perecer debe llevar a cabo una revolución en el modo de producción y distribución”. Al igual que Marx, Engels estaba horrorizado por los “holocaustos victorianos” del colonialismo británico, tales como las hambrunas producidas por la destrucción de la infraestructura ecológica e hidrológica en India y la expropiación y exterminio devastadores infligidos a la ecología y el pueblo irlandés. Para Marx y Engels las fuerzas productivas se refieren a algo más que la simple tecnología. Marx insiste en que el instrumento o fuerza de producción más importante son los propios seres humanos. Así, la expansión de las fuerzas productivas se refiere a la expansión de las habilidades y poderes productivos humanos.

En el análisis de Engels (igual que en el de Marx) la producción nunca se considera como un fin en sí mismo, sino más bien como un medio para la creación de una sociedad más libre e igualitaria, dirigida al proceso de un desarrollo humano sostenible. Como la antropóloga marxista Eleanor Leacock señala, en la Dialéctica de la naturaleza Engels trató de elaborar una base conceptual que permitiera entender la interdependencia completa de las relaciones sociales humanas y las relaciones humanas con la naturaleza.

Después de la Segunda Guerra Mundial aparece la escuela de Chicago cuyo principal ideólogo fue Milton Friedman que propone sustituir las inversiones directas de los estados por políticas monetarias como forma de impulsar el crecimiento. De esta forma los estados pierden capacidad de control económico y el poder pasa a los bancos gestionados por actores privados (con las consecuencias que todos sufrimos desde fines del siglo XX).

El “Estado de bienestar” propuesto desde el informe Beveridge (1942) e implantado en EEUU y Europa Occidental hasta los años 70 del siglo pasado se basaba en aumentar la intervención directa del Estado en la economía para garantizar unos derechos sociales mínimos para todos los ciudadanos (seguridad social, educación, sanidad, pensiones, desempleo...) con unos servicios públicos que se mantendrían con impuestos proporcionales a la riqueza. Tanto la escuela ordoliberal como la austríaca y la de Chicago consideraban esto demasiado, la antesala del comunismo, llamándolo despectivamente “Estado benefactor” o “Estado providencial”. Así, desde los 70 estos nuevos liberales reciben apoyo y financiación de empresas y partidos de “derecha” y nace el término neoliberal, que se diferencian tanto de los liberales keynesianos (rechazan la idea de que el libre mercado necesite “correcciones”) como de los liberales clásicos. Para estos nuevos liberales el derecho natural o constituyen únicamente las relaciones económicas y lo político está subordinado a lo económico, concibiendo la libertad únicamente en términos económicos y no políticos.

El liberalismo surgió a finales del Antiguo Régimen en Gran Bretaña para dar cobertura ideológica a la Revolución inglesa del siglo XVII. Reivindicaban la participación política a través de un Parlamento con cargos electos y la obtención de los derechos individuales para los propietarios criticando el absolutismo. También defendían el liberalismo económico: reducción de las limitaciones al libre mercado y de la intervención del estado para fomentar los negocios privados y la autorregulación (la cacareada “mano invisible” que corregía los errores del mercado sin necesidad de intervención estatal).

Marx pronosticó la autodestrucción del sistema capitalista por sus propias contradicciones, siendo sustituido por un nuevo sistema en el que los medios de producción (tierras, infraestructuras y empresas) serían nacionalizados pasando a ser de propiedad estatal, desapareciendo de esta forma el libre mercado, siendo sustituido por la planificación económica estatal. Desgraciadamente los llamados “socialdemócratas” aceptaron el sistema político liberal, declarándose defensores de la democracia parlamentaria y de garantizar los derechos individuales incluyendo la propiedad y la “libertad de expresión”, pero dándose cuenta de que el mercado no se autorregulaba y para salvarlo de sí mismo, eran partidarios de que el estado interviniera para corregir los desequilibrios sociales.

El método de análisis marxista es el materialismo dialéctico, un método que parte de la existencia del mundo material al margen de la conciencia humana, entendiendo todo aquello que ocurre en la realidad, todos sus fenómenos, en su interconexión y en proceso constante de cambio.

La dialéctica presenta una serie de rasgos principales:

  1. La dialéctica entiende los objetos y fenómenos como elementos vinculados unos a otros, relacionados y condicionados entre sí. Entender esos fenómenos de forma aislada, como departamentos estancos nos dificulta entenderlos. Los fenómenos se ven afectados por su contexto, por todo aquello que lo rodea en el espacio y tiempo. Aplicado al ámbito social, esto supone que entender un movimiento o estructura social es imposible sin estudiar las condiciones en las que ha surgido y desarrollado.
  2. La dialéctica entiende la realidad en constante cambio y movimiento. No hay fenómenos u objetos inmutables, sino que están en constante transformación. Aplicado a la sociedad, esto nos lleva a entender cualquier régimen social, cualquier idea sobre la forma de organización social como temporal, cambiante y propia de su tiempo, lejos de poder ser entendidas como algo eterno e inmutable. Lo que hoy está en plena vigencia, mañana estará obsoleto y será sustituido por lo nuevo.

En la Introducción de Engels a la edición de 1895 señaló que fue el primer ensayo de Marx para explicar un fragmento de historia contemporánea mediante su concepción materialista, partiendo de la situación económica existente.

La crisis del comercio mundial producida en 1847 había sido la verdadera madre de las revoluciones de Febrero y Marzo, y que la prosperidad industrial, que había vuelto a producirse paulatinamente desde mediados de 1848 y que en 1849 y 1850 llegaba a su pleno apogeo, fue la fuerza animadora que dio nuevos bríos a la reacción europea otra vez fortalecida.

En esta obra se proclama por primera vez la fórmula en que unánimemente los partidos obreros de todos los países del mundo condensan su demanda de un transformación económica: la apropiación de los medios de producción por la sociedad.

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La emancipación del proletariado es la abolición del crédito burgués, pues significa la abolición de la producción burguesa y de su orden. El crédito público y el crédito privado son el termómetro económico por el que se puede medir la intensidad de una revolución. En la misma medida en que aquellos bajan, suben el calor y la fuerza creadora de la revolución.

Hay una penosa realidad: Vietnam, esa nación que representa las aspiraciones, las esperanzas de victoria de todo un mundo preterido, está trágicamente sola. Ese pueblo debe soportar los embates de la técnica norteamericana, casi a mansalva en el sur, con algunas posibilidades de defensa en el norte, pero siempre solo. La solidaridad del mundo progresista para con el pueblo de Vietnam semeja a la amarga ironía que significaba para los gladiadores del circo romano el estímulo de la plebe. No se trata de desear éxitos al agredido sino de correr su misma suerte, acompañarlo a la muerte o a la victoria.

El imperialismo norteamericano es culpable de agresión; sus crímenes son inmensos y repartidos por todo el orbe. ¡Ya lo sabemos, señores! Pero también son culpables los que en el momento de definición vacilaron en hacer de Vietnam parte inviolable del territorio socialista, corriendo, así, los riesgos de una guerra de alcance mundial, pero también obligando a una decisión a los imperialistas norteamericanos. Y son culpables los que mantienen una guerra de denuestos y zancadillas comenzada ya hace buen tiempo por los representantes de las dos más grandes potencias del campo socialista.

Ya que, con su amenaza de guerra, los imperialistas ejercen su chantaje sobre la humanidad, no temer la guerra es la respuesta justa.

La tarea de la liberación espera aún a países de la vieja Europa, suficientemente desarrollados para sentir todas las contradicciones del capitalismo, pero tan débiles que no pueden ya seguir el rumbo del imperialismo o iniciar esa ruta.

El campo fundamental de la explotación del imperialismo abarca los tres continentes atrasados: América, Asia y África.

Definir al individuo en su doble existencia de ser único y miembro de la comunidad es reconocer su cualidad de no hecho, de producto no acabado. Las taras del pasado se trasladan al presente en la conciencia individual y hay que hacer un trabajo continuo para erradicarlas. El proceso es doble: por un lado, actúa la sociedad con su educación directa e indirecta; por otro, el individuo se somete a un proceso consciente de auto-educación.

La mercancía es la célula económica de la sociedad capitalista; mientras exista, sus efectos se harán sentir en la organización de la producción y, por ende, en la conciencia.

En el esquema de Marx se concebía el período de transición como el resultado de la transformación explosiva del sistema capitalista destrozado por sus contradicciones; en la realidad posterior, se ha visto cómo se desgajan del árbol imperialista algunos países que constituyen ramas débiles, fenómeno previsto por Lenin.

Puesto que el capital fijo, encarnado en un sistema de máquinas que ocupan el lugar del sujeto, se apropia del conjunto del trabajo social y lo integra como parte de su rendimiento, la clase trabajadora se ve confrontada no sólo con los capitalistas o sus agentes vivos sino con la totalidad social que ella misma produce y confirma prácticamente. Las palabras literales con que Marx describe en el capítulo VI de El Capital la situación del individuo dentro del capitalismo avanzado son las siguientes: subsumido bajo el capital, desposeído de las condiciones sociales, impotente fuera de la estructura capitalista, dependiente, superfluo, sujeto a poderes ajenos.

En la era del capitalismo tecnológico no sólo permanece el valor, el trabajo-mercancía, el fetichismo y la alienación, sino que los rendimientos de la digitalización amplían e intensifican su potencial colonizadora. La digitalización permite al capital formas mutantes y fluidas de acceder a la fuerza de trabajo, de apropiarse de su valor de uso y de explotarla. Cómo explica, por ejemplo, Trevor Scholz, el trabajo digital es cualquier cosa menos “inmaterial”. Se trata de un conjunto de actividades humanas orgánicas, basadas en cadenas de suministro mundiales de producciones industriales y que requieren multitud de dispositivos conectados en tiempo real. Más allá del problema de la remuneración o no-remuneración del trabajo digital, está claro que no puede existir sin las redes de suministros y atención que hacen posible la existencia misma de la fuerza de trabajo exigida como “flexible”. Asimismo requiere de estructuras de todo tipo que hagan posible la producción, desde las infraestructuras de transporte hasta las plantas de embalaje en Shenzhen y la extracción de minerales de tierras raras en la República Democrática del Congo.

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