Este docudrama sobre la migración realizado en 2022 por el cineasta irlandés Frank Berry, que podría considerarse como un complemento de mi crítica, Yo capitán, del pasado mes de octubre, es una pequeña joya cinematográfica. Pero, sobre todo, es un revitalizador estímulo para aproximarse al universo migratorio e intentar entender las vicisitudes e infortunios que padecen miles de personas procedentes del expoliado continente africano. Un drama que en muchas ocasiones adquiere desarrollo y consistencia en la vieja Europa, esperanza de un futuro mejor magnificada por los propios inmigrantes. Es el caso, precisamente, de la joven nigeriana Aisha (etimológicamente “viva y sana”), huida de su país natal por un suceso traumático que asoló a su familia, y desembarcada en Irlanda en busca de asilo internacional. Una solicitud que se hace esperar hasta el abatimiento y la desesperación. Terreno escogido por el director y guionista dublinés para, basándose en hechos reales recogidos por él mismo, denunciar la burocracia irlandesa respecto al “problema migrante”, que, como en otros países europeos, exige urgente solución. De ese modo, Aisha, que tras dos años de espera no consigue el permiso de residencia, perdiendo así su trabajo temporal, se encontrará en una situación realmente kafkiana al no poder trabajar ni residir en el país. “Mi vida - dice afligida en un momento crucial del filme- no está donde tiene que estar”. Es decir, en un lugar donde realizarse y ser respetada. Sólo Conor, un joven irlandés que trabaja como vigilante en el centro de acogida, y de pasado complicado, le ofrecerá su ayuda. Él será su punto de apoyo, su pequeña tabla de salvación.
Silencios que hablan
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¿Es que una película por no reflejar en la gran pantalla toda su potencialidad temática, o todo lo que esta pueda sugerir, debe ser postergada? Según afirma el poeta inglés William Wordsworth (1770-1850) en su conmovedora Oda a la inmortalidad (que recomiendo leer), “la flor más humilde, al florecer puede inspirar ideas”. Cuestión de materialismo dialéctico ¿no? Pues bien, esto es lo que ocurre con este filme impresionante, Yo capitán, del cineasta italiano Matteo Garrone (Roma, 1968), autor, entre otras interesantes obras cinematográficas, de aquella hiperrealista y desconcertante cinta sobre el imperio maléfico de la mafia: Gomorra (2008), Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes de aquel crítico año. Es decir, que en Yo capitán la flor florece a medida que avanza el metraje y la historia de Seydou y Moussa va adquiriendo entidad dramática ante nuestros ojos atónitos. Una historia que se inicia casi como una estimulante aventura, pero que a medida que avanza va tomando tintes de horrible tragedia. La de estos dos adolescentes senegaleses, que junto a otros emigrantes de diferentes países subsaharianos, vivirán una auténtica odisea en manos de criminales bandidos, sanguinarios ejércitos mercenarios y mafias traficantes de emigrantes como si de esclavos se tratara. Todo este drama para intentar alcanzar un día la “exuberante” Europa, y entonces empezar a cimentar el futuro soñado. Por tanto, lejos de sus países de origen sumidos en la pobreza más extrema. Y es ahí, en ese largo y aciago periplo que el director italiano narra a la perfección, gracias también a las impecables interpretaciones de sus dos principales protagonistas, donde reside el interés excelso del filme. Un asunto, inútil subrayarlo, de lacerante actualidad, y al que Occidente responde sólo represivamente.
Para proyectar en escuelas y universidades
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Adam es una de esas raras películas que, al terminar, sales de la sala de proyección totalmente satisfecho, y en este caso, además, con la impagable sensación de que lo visto en la gran pantalla no es ninguna estupidez. Por tanto, un filme que deja poso en el ánimo y en el discernimiento del espectador. ¿La culpable – pues de una mujer se trata - de todo ello?: una joven marroquí nacida en Tánger en 1980, y de nombre Maryam Touzani. Una magrebí que estudió periodismo y comunicación en tierras londinenses, y que tras graduarse, asentada ya en Marruecos en 2003, se adentró en el universo cinematográfico de su país para ser indistintamente documentalista crítica con su tiempo, perspicaz guionista y una excelente actriz. Así, hasta que en 2019 decidió dar el salto a la realización cinematográfica con esta magnífica ópera prima, presentada primero en Cannes (sección Un Certain Regard), y después en la SEMINCI de Valladolid. La película, inspirada en hechos reales y centrada en la Medina (parte antigua) de Casablanca, cuenta la historia de tres mujeres en un momento preciso de sus vidas: Abla (impresionante Lubna Azabal), viuda y madre de Warda, una niña de ocho años, y Samia (conmovedora Nisrin Erradi), una madre soltera que busca empleo para comer y un techo donde cobijarse. Tres mujeres marcadas - en la sociedad patriarcal y machista alauita - por su género, por sus vivencias pretéritas y por sus inciertos futuros, y que, al encontrarse, desvelan las profundas heridas que las corroen y que urge cerrar. “Hay que saber cerrar lo que se ha abierto para seguir viviendo”, argumenta persuasivamente Abla a Samia en un momento crucial del relato.
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Hace un tiempo escribí en esta misma sección un artículo sobre los colores en el cine, y refiriéndome al “cine negro”, que yo rociaba intencionadamente con su implícita tonalidad roja (porque denunciaba los problemas sociales en la inicua sociedad yanqui), afirmaba que los colores en el séptimo arte “no son sólo gamas cromáticas, sino que recogen situaciones y ambientes históricos insospechados”. Pues bien, aquella reflexión es la que nos anima hoy a proponer en este periodo estival otro sugestivo color cinematográfico: el rojo del cine soviético. Un cine que surgió en la URSS a principios del siglo XX, con un contenido ideológico marcadamente comunista, y del que Lenin dijo ser “el arma más poderosa”. He aquí, pues, una sucinta pero representativa muestra.
Cine veraz y lírico
Para empezar no estaría nada mal zarpar rumbo a “la mejor obra cinematográfica de todos los tiempos”: El acorazado Potemkin (1925) del genial cineasta Serguéi Eisenstein. Poder amotinarnos con el marinero Grigory Vakulinchuk y sus camaradas en 1905, alzados contra la tiranía de la oficialidad zarista; sentir asimismo cómo se nos eriza el vello de emoción y rebeldía cuando los cosacos cargan a sablazos contra el pueblo ruso en las escaleras de Odesa, o tomar conciencia de clase en las últimas imágenes del filme, anunciadoras de la Revolución de Octubre.
Como segundo estímulo para lograr superar el calor pegajoso de una noche de verano, podríamos ver la didáctica cinta, La línea general o Lo viejo y lo nuevo, como se la conoce en España; dirigida también por Eisenstein, pero, en este caso, en 1929. Una película relegada en su momento a un segundo plano por la urgencia de rodar Octubre, y montada rápidamente algo más tarde para mostrar al mundo las primeras e importantes conquistas colectivas en el medio rural de la joven Revolución bolchevique.
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La vuelta del cineasta alemán Wim Wenders (Düsseldorf, 1945) al primer plano de la actualidad cinematográfica con la coproducción alemana-japonesa Perfect Days (2023) está totalmente justificada. Ante todo por la calidad intrínseca de la cinta en cuestión, pero también por su controvertible propuesta política. Enfrascado últimamente en la realización de filmes autocomplacientes e inaccesibles para el común de los mortales (The Million Dollar Hotel, Palermo Shooting, Los hermosos días de Aranjuez), esta pequeña joya cinematográfica, que entronca con lo mejor y más inteligible de su extensa filmografía, a saber, Alicia en las ciudades (1974), París, Texas (1984) o el documental habanero Buena Vista Social Club (1999), recupera al relevante autor de antaño. Lo aparta de ensimismamientos infructuosos y le clava los pies en la ineludible realidad. Es decir, se concretiza en una película sencilla en su puesta en escena, rebelde e intimista en su planteamiento argumental y sutilmente emotiva. Hirayama (estupendo Kôji Yakusho), el protagonista de la historia, es un hombre de mediana edad que trabaja limpiando lavabos y retretes públicos en la ciudad de Tokio. Vive en un discreto piso de uno de los barrios populares de las afueras de la capital nipona, y cada día hace lo mismo: se levanta al alba, se asea cuidadosamente, toma un desayuno frugal y coge su camioneta para ir al curro, que ejecuta minuciosa y dignamente. Además, a Hirayama le gusta la música, sobre todo el rock y Nina Simone, admira la flora del parque donde almuerza, y no se acuesta sin haber leído antes algún pasaje de uno de los interesantes libros que asiduamente compra en una librería de segunda mano. Y, de ese modo, es feliz. “Se siente bien”, como revela con empatía la secuencia última del filme.
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El “cine social”, es decir, el género cinematográfico que utiliza el cine como medio para la crítica y denuncia de problemáticas sociales, es, en el caso del cineasta francés Stéphane Brizé (Rennes, 1966), sobrecogedor y con una importante carga emocional. Es decir, es un cine en las antípodas de lo que nos suministra a dosis insufribles el cine comercial en general. Fue el caso en “La ley del mercado” (2015), una exploración del paro en Francia y de la crisis económica bajo el prisma de un obrero que sin trabajo acepta un puesto de vigilante en un supermercado. Es el caso igualmente de “En guerra” (2018), una impresionante incursión, cámara en mano, en una huelga de trabajadores contra el cierre de su fábrica. Y es finalmente lo que Brizé propone en su penúltimo filme, “Un nuevo mundo” (“Un autre monde,” en francés), y con el que concluye exitosamente su trilogía sobre el mundo del trabajo y el insaciable capitalismo. Dilatados argumentos como para que las páginas de Unidad y Lucha no queden indiferentes. Tres filmes, además, armados con guiones sin fisuras escritos por el propio Stephane Brizé y su fiel colaborador Olivier Gorce, e interpretados por el versátil Vincent Lindon, quien, con su rostro marcado por el paso del tiempo, expresa magníficamente en cada una de sus películas los más recónditos sentimientos del ser humano.
Instrumento de lucha
Pero ¿de qué trata “Un nuevo mundo”? Aborda muchas e importantes cosas, tantas como las que pueda sentir en su fuero interno un alto ejecutivo de una multinacional norteamericana (impactante Vincent Lindon) que no ha perdido totalmente la dignidad, y que debe preparar, siguiendo las exigencias de sus superiores, un importante plan de despidos, cuando es consciente de que la empresa hace suculentos beneficios.
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Habrá quien se pregunte: ¿Pero qué hace una película como esta en una publicación como la nuestra? ¿Es que Rosebud ha perdido el norte, o es que con la edad empieza a mostrar signos de flaqueza ideológica? No, el entendimiento no me ha abandonado todavía, como tampoco - estoy convencido de ello - se depauperan mis ideas de perseverante comunista. Aunque recordad aquello de “cambia, todo cambia”, que cantaba con pasión la inolvidable Mercedes Sosa. El caso es que – si cambio hay en mí – espero sea en la senda enriquecedora de mis principios marxistas. Bueno, a lo que iba respecto a esta cinta menos anodina de lo que aparenta. Se trata del último filme del perspicaz cineasta norteamericano Alexander Payne (Omaha, Nebraska, 1961), Los que se quedan (2023), autor asimismo de las excelentes Entre copas (2004) o Los descendientes (2011). Un director que muestra en su cine las desigualdades e injusticias sociales de la sociedad estadounidense, y que tiene propósitos como: “de estudiante en Salamanca descubrí Viridiana, de Buñuel: nunca pensé que una película pudiera ser tan bella y subversiva”. Así, con esta carta de presentación, Payne, en su última producción, explora con sagacidad e inteligencia la existencia de tres desdichadas personas (dos hombres y una mujer) de diferente edad y clase social.
Sociedad deshumanizada
Uno de los varones, el mayor (sensacional Paul Giamatti), es profesor de Historia Antigua que de niño fue maltratado y de estudiante expulsado de la Universidad, el otro hombre es un adolescente rebelde pero sin causa, olvidado afectivamente de su familia burguesa y, la fémina, es una trabajadora negra de mediana edad aplastada por la raza y la clase, así como por el duelo de su hijo muerto en la Guerra de Vietnam. “Sabemos que en esa guerra - explica el director nebrasqueño en una entrevista – murieron muchos jóvenes negros que carecían de los privilegios de los jóvenes blancos adinerados”. Así pues, la acción se sitúa en la América convulsa de los años setenta, y las tres personas arrolladas por la vida, Payne las reúne en un internado de élite de Nueva Inglaterra durante las vacaciones de Navidad. Tiempo para que cicatricen lacerantes heridas, y para que brote una toma de conciencia colectiva capaz de acabar con tanto hundimiento y señalar el camino que cada cual deberá coger partir de ese momento. Nos hallamos, por tanto, ante una película con sustancia; bien escrita, bien interpretada y bellamente narrada, que lanza una mirada crítica sobre un país y una sociedad deshumanizada y sin principios. Una mirada no pretérita, sino que aborda cuestiones que, como apunta Payne, “no son de 1970 o 2023; sino eternas”. Un pero, sin embargo: “eternas” en el capitalismo, le objetamos desde aquí.
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“Estimadas autoridades del Estado y del Partido Comunista de Cuba que asisten a este acto de inauguración, queridos Premios Nacionales de Cine, amables jurados: este país resiliente, indomable y creativo bajo el acoso más sostenido de un imperio, decide hoy que inauguramos el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, por encima de cualquier circunstancia material, económica o energética. (…) Volvemos a ser la pantalla más hermosa y plural del continente latinoamericano desde hace más de cuatro décadas”.
Con estas palabras del presidente del ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficas), Alexis Triana, quedaba abierta la 44ª edición del Festival de Cine de La Habana el pasado 8 de diciembre. En esta ocasión, desde el entrañable cine Chaplin con la película Los colonos, del realizador chileno Felipe Gálvez. Una extraordinaria muestra cinematográfica que tuvo lugar del 8 al 17 de diciembre, para la que fueron seleccionados 199 filmes, con México, Argentina, Brasil y Chile a la cabeza. Compitieron un total de 90 títulos por los Premios Coral en las categorías de largometraje, ópera prima, largometraje documental, cortometraje y animación. Por parte cubana fueron alrededor de 22 los títulos presentados en el prestigioso evento, entre ellos La mujer salvaje, de Alan González; Una noche con los Rolling Stones, de Patricia Ramos y Brujo amor, de Orlando Mora. Asimismo, el Festival, que incluyó una amplia exposición de cine contemporáneo internacional, homenajeó a dos cineastas de renombre: al impar realizador hispano-mexicano Luis Buñuel, en el 40 aniversario de su fallecimiento, y al actor y director francés Max Linder, en el 140 de su natalicio.
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Por sorprendente que parezca, el cine palestino ha existido y existe todavía. ¿Transnacional y producido con múltiples dificultades? Sin duda ninguna, pero un cine igualmente que, habiendo pervivido en el tiempo, sigue realizando películas que muestran la idiosincrasia y el coraje de un pueblo que jamás renunció a recuperar su tierra (Palestina) que un día de 1948 (el Día de la Catástrofe) le usurpó vilmente el sionismo internacional con el apoyo de las grandes potencias de la época. Un cine, pues, testigo y memoria de la lucha heroica del pueblo palestino, y que con revitalizada energía creativa se rehace y reinventa cada día. Un cine, además, que prueba fehacientemente que la barbarie cometida por la entidad sionista no empezó un 7 de octubre como consecuencia del combate legítimo de la resistencia palestina contra el ocupante israelí, sino 75 años antes.
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No es ninguna conjetura cinéfila: la victoria conseguida por los actores y guionistas de la meca del cine con su lucha obstinada y combativa en defensa de sus derechos laborales y sociales, es una auténtica obra maestra del género sindical cinematográfico. Sí, como aquellos chefs d’oeuvre de la época dorada de Hollywood (años 1930 - 40 y 50 del siglo pasado) en los que sus impactantes, y con frecuencia asombrosas historias, tenían que concluir con el anhelado final feliz. ¿Recordáis, gente de mi generación? Pues bien, algo así es lo que ha ocurrido con la ejemplar batalla sindical de los currantes de Hollywood, que no de las grandes stars del celuloide: un apoteósico y alentador happy end. Primero, en el pasado mes de octubre, fueron los guionistas con su poderoso sindicato WGA (Writers Guil of America) al frente quienes tras 148 días de lucha decidida y perseverante doblegaron la posición recalcitrante de la Alianza de Productores de Cine y Televisión (AMPTP), la patronal del sector; consiguiendo, según palabras del sindicato, un acuerdo “bastante bueno” al conseguir aumentos salariales, la gestión de los “residuals” (el dinero que reciben tras la explotación en las salas, plataformas o mercado de una obra), el número de guionistas por series y, sobre todo, la regulación de la inteligencia artificial, que, además, “nunca podrá reclamar autoría ninguna”.
¡Que cunda el ejemplo!
Ahora el turno le ha tocado a los actores y actrices, que con su combativo sindicato SAG-AFTRA han ganado el pulso mantenido durante cerca de 4 meses de lucha sin cuartel a la patronal AMPTP, en este caso aún más intransigente que con los victoriosos guionistas.
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