Cada mañana, tempranito, en el transporte público encuentro a otras mujeres camino del trabajo en el centro de la ciudad o de zonas residenciales. A esas mujeres no las encuentro en las páginas de los medios de propaganda, a veces ni en los denominados alternativos. En el mejor de los casos encontramos estadísticas, montañas de datos sobre mujeres y poder, igualdad en el trabajo, conciliación, paro, pensiones, horas de trabajo no remunerado, agresiones sexuales o violencia de género. Pero los datos son fríos.

Las mujeres de carne y hueso no vivimos en una burbuja de privilegios y en ninguna de esas estadísticas sobre nuestras condiciones de vida y trabajo salimos muy bien paradas. Retrocedemos a golpe y dentelladas que nos propina el capitalismo en crisis. Desde el inicio de la COVID-19, nuestra situación, como ha sucedido con el resto de nuestra clase, se ha ido deslizando por una pendiente de pérdida de derechos laborales, de pobreza, carestía de la vida, dificultades para llegar a fin de mes, de incertidumbre, de deterioro de la salud, de falta de atención sanitaria, de mayores requerimientos y tareas para atender a personas dependientes a nuestro cargo. No lo dice quien esto suscribe, lo dice el último informe de la EPA sobre “Mujeres y hombres en España 2020” y los últimos datos trimestrales1.

La clase trabajadora y los sectores populares siempre pagan las crisis capitalistas, la actual ha generado un impacto económico, social y laboral tal que ha empeorado las ya graves brechas, desigualdades y violencia estructurales existentes y como la mayoría de crisis y conflictos tiene sesgo de clase, de género y raza.

Ser mujer trabajadora, joven o migrante racializada son factores de riesgo para una mayor violencia, precariedad, pérdida de derechos y exclusión social y estar más expuestas al contagio por las condiciones laborales y sociales. 

Más del 50 % del empleo femenino está altamente precarizado, según la EPA, último trimestre 2020, las mujeres eran casi 3 de cada 4 personas trabajadoras a tiempo parcial (74,37 % frente al 25,63 % hombres). En 2020, la destrucción de empleos temporales superó en 2,4 veces la de contratos fijos. Casi un 40 % de las mujeres trabajan en sectores con más caída salarial y representan el 55,6 % del aumento de desempleo, con una tasa de paro del 17 % (agosto de 2021) y con menos opciones de teletrabajo o acceso a ayudas.

Un 87,17 % de las excedencias por cuidado en 2020 fueron a mujeres, asumieron el aumento de responsabilidades domésticas y tareas de cuidados abandonando el mercado laboral, así “concilia” el capital.

Durante la crisis política de 2004, las organizaciones de mujeres fueron de las primeras en denunciar los excesos del gobierno de Aristide. Pero tras el derrocamiento del expresidente, los secuestros y las agresiones contra las mujeres han agravado el panorama urbano. Con el pretexto de mantener la paz, las Naciones Unidas enviaron la llamada Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización y la Paz en Haití (MINUSTAH), que quedó bajo el mando militar de Brasil. Las feministas la consideraron una fuerza de ocupación y aprovecharon para crear dos estructuras que congregaron a las organizaciones feministas y de mujeres: la Coordinación Nacional de Defensa de los Derechos de la Mujer (CONAP) y la Concertación Nacional. En el seno de estas dos estructuras lideraron una década de lucha legislativa que abarcó: la penalización de la violación, la legislación sobre el trabajo doméstico, la unión consensual y la paternidad responsable, así como el cambio de nombre de diferentes calles, conmemorando diferentes figuras femeninas en todo el país.

Entre 2004 y 2018, un gran número de soldados de la ONU violaron a mujeres y hombres jóvenes, abandonaron a sus hijos nacidos en Haití y fomentaron la prostitución, al tiempo que llevaron al país una epidemia de cólera. Las feministas han reclamado que se procese a la MINUSTAH tanto por las violaciones cometidas como por la introducción del cólera. Además, en 2006, el feminicidio vinculado a la violencia de las bandas armadas emergió en el panorama político haitiano, como lo atestigua el secuestro y asesinato de Natacha Kerby Dessources.

Esta reflexión pretende mostrar la manera en que las agresiones internacionales sufridas por Haití fueron las que estructuraron al movimiento feminista haitiano, llevando a las feministas de este país a posicionarse por la soberanía del territorio nacional. El presente artículo analiza las respuestas del movimiento a los actos de animosidad internos y externos, revisitando la larga historia de lucha de las mujeres haitianas.

Sabine Lamour.

En el país, según la narrativa consensuada, el movimiento feminista haitiano comenzó con la primera ocupación de los marines norteamericanos en Haití (1915-1934). Sin embargo, desde 1804 se han documentado numerosos actos, sobre todo de mujeres, emparentados o asimilables con acciones feministas, como las luchas por la libertad de circulación de las mujeres y el derecho a la ciudad de las mismas. Más tarde, en la época de la ocupación, los marines utilizaron la violación de las mujeres como parte del dispositivo de sometimiento del territorio haitiano. Según Grace Sanders (2013) (1), la violación fue uno de los instrumentos de la ocupación de 1915. Al hablar de este periodo, Sandra Duvivier (2008) (2) sostiene que las agresiones a mujeres y hombres jóvenes formaban parte de un marco político y económico global que implicaba la devaluación racial, económica, política y sexual de los cuerpos negros del Tercer Mundo. Roger Gaillard (1983) (3) señala también que los marines solían realizar registros en los mercados contra los campesinos rebeldes, los llamados “Cacos”, molestando y robando a las vendedoras y a los agricultores que acudían a vender sus productos.

 

La crisis sanitaria provocada por la pandemia ha generado un impacto económico, social y laboral de tal calibre que ha agravado la brecha y las desigualdades estructurales existentes y como la mayoría de crisis y conflictos afecta de forma diferente según el género y clase.

Las crisis del capitalismo siempre las pagan la clase trabajadora y sectores populares, pero en esta las mujeres trabajadoras no solo están sufriendo las peores condiciones laborales y sociales, sino que se han contagiado más.

Del estudio de prevalencia del Ministerio de Sanidad destacan colectivos altamente feminizados con mayor seroprevalencia, de los 4,7 millones, 9,9%, de la población contagiada en 2020, el personal sanitario fue el 16,8%, cuidadoras de dependientes a domicilio (16,3%), limpieza (13,9%), migrantes y trabajo en residencias (13,1%). Las profesiones ligadas a las tareas de cuidados y en primera línea de la COVID-19 asignadas tradicionalmente a las mujeres y su rol de cuidadora: lavandería y cocina en hospitales, cuidadoras, trabajadoras de residencias, limpieza, dependientas o cajeras, además de las empleadas de hogar, se exponen a mayor riesgo sanitario.

El combate es necesariamente contra ambos.

Alejadas de la manipulación creada por los medios de propaganda, ahora tan preocupados por las mujeres y la población afgana en general, pero tan poco en la raíz del problema, el imperio y sus monstruos, la Secretaria Feminista del PCPE traslada su solidaridad y apoyo al pueblo de Afganistán, especialmente a las mujeres, que han caído de nuevo en manos del yihadismo talibán de extrema derecha. Tras décadas de guerras y opresión, a cargo de gobiernos ultra religiosos y fuerzas de ocupación, el peor de los escenarios se materializa, con el retorno al poder de la facción más fanática, misógina y narcotraficante.

Podríamos pensar, al escuchar las escandalosas declaraciones de un cura culpabilizando a la madre de las niñas Ana y Olivia de su desaparición y asesinato, que la violencia vicaria es aquella que ejercen distintos representantes de la Iglesia, que día sí y otro también, proclaman tanto desde el púlpito como a través de medios o redes sociales, su rancio discurso misógino y machista.

"Te daré en lo que más te duele" han verbalizado distintos agresores poco antes de asesinar o desaparecer a su descendencia. Ejercen la violencia vicaria, poco conocida, que es utilizar a hijas e hijos para infligir dolor a las madres. Las expertas consideran que es una de las formas más extremas y brutales que adopta la violencia de género, es una violencia habitual y que se denuncia poco. No es un acto aislado, es la culminación de un proceso de control y maltrato que sufren muchas mujeres.

En 1969, la policía entraba en el Stonewall Inn con el objetivo de hacer una redada. No era la primera vez, aunque aquel 28 de junio sería diferente. En el pub gay, situado en Greenwich Village (New York), las operaciones policiales eran frecuentes. A la 1:20 h de la madrugada, los agentes entraron en el bar gritando que «estaba clausurado». Habitualmente, los jóvenes salían y se identificaban. Se procedía a la detención de los hombres que fueran  vestidos de mujeres, o las pocas lesbianas que frecuentaban el bar que vistieran de «forma no femenina». Pero esa noche todo cambió. Alguien gritó «no nos vamos». Tres palabras que hicieron estallar el ambiente. Tres palabras que encendieron la mecha de los disturbios de Stonewall.

Hay matrimonios bien avenidos y luego está el matrimonio entre el capitalismo y patriarcado. Ese sí que es una pareja modélica, bien avenida y enriquecedora para las partes ¡Ni la mejor pareja de Hollywood podría protagonizar tal bombazo!

¿Y por qué decimos esto? Porque a día de hoy que el patriarcado continúe tan instaurado en nuestra sociedad no es casualidad, ni por asomo. El sistema capitalista lo necesita y mucho, y si es en pleno apogeo mejor, más se aprovecha de sus beneficios sociales, pero sobretodo económicos.

Y es que sin el patriarcado la reproducción de la fuerza de trabajo ¿en quién recaería? Está claro que el capital necesita a unos obreros y obreras sanas (o al menos útiles para explotar), necesita que comamos, al menos de vez en cuando, necesita que cuidemos a sus futuros obreritos y obreritas, que el beneficio no se extrae solo, y bueno… el cuidado de nuestros mayores no les importa mucho, pero tampoco es cuestión de abandonarlos en la cuneta que estaría feo. Por tanto, necesita que alguien se encargue de esas tareas y casualmente su maridito, el sistema patriarcal, asegura que las mujeres asumamos dichas tareas y encima de forma gratuita.

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