La primera vez que me hablaron de Luis Buñuel fue durante mi primer año de universitario en la soleada ciudad de Málaga. Tras largos años de embrutecimiento franquista en mi pueblo adormecido, la patria chica del gran Pablo Picasso representó el inicio del despertar a la vida y a la cultura. Otros, aquellos que ya habían hecho camino al andar, me pusieron en contacto con un mundo que por su desconexión de la realidad inmediata me insertaba en el más puro surrealismo, predisponiéndome al cine del maestro de Calanda. Me dijeron que Buñuel era un cineasta opositor al régimen fascista, que vivía en el extranjero y que, por el valor de su obra cinematográfica, había logrado la cima de la genialidad. Para mí era el comienzo del mito.
Más tarde, atraído por aquellas explicaciones y por su vida mezcla de genialidad e intrepidez, me fui familiarizando con la obra de Don Luís sin ver una sola de sus películas, solamente leyendo libros consagrados al personaje, y asistiendo a debates más o menos clandestinos en un cine-club malacitano que por supuesto hoy ya no existe. Un perro andaluz, La edad de oro, Tierra sin pan, Los olvidados, Nazarín, El ángel exterminador, Simón de desierto, Diario de una camarera, Belle de jour. La vía láctea… desfiló en mi imaginación a más de 24 imágenes por segundo. Entre tanto, el gran escándalo ocasionado con su esplendida Viridiana –Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1961– por reírse de las mismísimas barbas del dictador y por poner en tela de juicio la sacrosanta caridad cristiana (algo digno de excomunión para el Vaticano), puso el broche de oro al mito.
Sin embargo, en 1982, la publicación de sus memorias en el libro “Mi último suspiro” me mostró otro Luis Buñuel. Un hombre de a pie, sincero, afable y además comprometido políticamente, que decía cosas como esta sobre los comunistas en la Guerra Civil: “Muy poco numerosos al principio, pero robusteciéndose de semana en semana, organizados y disciplinados, los comunistas me parecían –y me siguen pareciendo– irreprochables”. O esto sobre la moral burguesa: “Esa moral es lo inmoral para mí, contra lo que se debe luchar. Su moral fundada sobre sus injustísimas instituciones sociales como la religión, la patria, la familia, la cultural, en fin los llamados pilares de la sociedad”. O esto otro sobre el 7º arte: “Exijo al cine que sea testigo, que rinda cuentas al mundo, que diga cuanto es importante en la realidad, impidiéndonos creer que todo va bien, en el mejor de los mundos”. Desde entonces el mito se fue disipando, apareciendo un Luis Buñuel terrenal que como nadie en el cine ha sabido desvelar nuestra peculiar idiosincrasia. Un cineasta revolucionario, cuya vida y obra se compenetran inseparablemente, y que cada uno de nosotros deberíamos recuperar en este ahora 30 aniversario de su muerte.
Rosebud