Aquella tarde tórrida del sábado 18 de septiembre de 1982, cuando los militares permitieron a la prensa internacional la entrada a los campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila, situados en Beirut Oeste (Líbano), el espectáculo hallado fue dantesco, terrible, apocalíptico.

Miles de ancianos, mujeres y niños yacían putrefactos, desmembrados y amontonados entre los escombros de los edificios destruidos por las bombas israelíes. Horrorizados, y sin apenas creer lo que sus ojos veían, los periodistas y fotógrafos filmaban imágenes de una matanza que mereció la calificación de acto de genocidio por parte de la Asamblea General de Naciones Unidas a través de su resolución 37/123. ¿Pero qué había ocurrido en los días que precedieron aquel fin de semana infausto? Sobhia, palestina, madre de 5 hijos, lo explica así en el número 6 de la Revista de Estudios Palestinos, publicación perteneciente al Instituto de Estudios Palestinos: “Estando en casa el jueves por la noche (16 de septiembre) nos percatamos del lanzamiento de bengalas luminiscentes por encima del campo de refugiados. Entonces alguien entró bruscamente gritando: “los falangistas, armados con cuchillos, pistolas y hachas, están asesinando a todo el mundo”. De inmediato no le creímos y nos fuimos a acostar. A la mañana siguiente, alguien vino otra vez diciéndonos que “los falangistas masacraban a los habitantes del campo de refugiados”. Rápidamente salimos a ver lo que pasaba. Decenas de cadáveres y heridos se extendían por las calles y callejones adyacentes, al tiempo que unos hombres armados nos conminaban, a nosotros y a nuestros vecinos, a acompañarles. Después, mientras nos obligaban a andar, separaron los hombres de las mujeres y niños. (…) De pronto, detuvieron a los hombres, mientras nos ordenaban a nosotros continuar. Apenas habíamos recorrido algunos metros entre gritos y lloros que oímos los disparos que acabaron con sus vidas. Encañonados seguimos andando mientras veíamos a los tanques israelíes arrasándolo todo, y a sus prepotentes soldados llenando de cadáveres una fosa profunda. Asesinaban y tiraban los cadáveres a las fosas, justo al lado de la embajada de Kuwait (…)”. Y así el viernes 17 de septiembre, como también el miércoles 15, día de la invasión sionista de Beirut Oeste: la milicia fascista libanesa y los israelíes masacrando a civiles palestinos y libaneses indefensos (alrededor de 7.000 muertos y desaparecidos, en poco más de 2 días), y el ejército israelí, ostensiblemente activo y bajo el mando de Ariel Sharon, entonces ministro de Defensa, pretendiendo, con el mayor de los cinismos, no enterarse de lo que pasaba.

Han transcurrido 32 años desde aquellos trágicos sucesos y todavía no se ha depurado realmente responsabilidad alguna: Israel, verdadero artífice de las matanzas de Sabra y Chatila, ha continuado asesinando a palestinos impunemente, al tiempo que ocupa sus tierras, y Ariel Sharon, tras haber sido jefe de Gobierno entre 2001 y 2006, ha muerto plácidamente el pasado 11 de enero, a la edad de 85 años, en un hospital de Tel Aviv. A todas luces, en este caso, la violación de los derechos humanos es inexistente, y el famoso Tribunal Penal Internacional de la Haya, “encargado de juzgar los crímenes de guerra contra la humanidad y los genocidios”, permanece más callado que una tumba. Y es que, no lo duden ustedes, el capitalismo y el imperialismo honran, como se ha comprobado durante el sepelio del dirigente sionista, a los verdugos que tienen a su servicio.

José L. Quirante

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