El posmodernismo es el Caballo de Troya de la burguesía en el movimiento obrero

Comencemos por la categoría más general, la posmodernidad: ¿existe?, y si es así, ¿en qué consiste? Con respecto a la primera cuestión, si consideramos que la modernidad, como época histórica caracterizada por el desarrollo del capitalismo, los estados nacionales, los medios de comunicación de masas y los valores del racionalismo, entre otras cosas, está todavía vigente. Entonces la respuesta es que no, no existe la supuesta posmodernidad y no tiene ningún sentido hablar de una etapa posterior de algo que todavía está en curso, más aún, teniendo en cuenta que ésta alude a la misma modernidad para caracterizarse; es decir, que si la modernidad es lo que sirve para explicar la posmodernidad, entonces, realmente la modernidad sigue vigente.

Ahora bien, no cabe duda que el término existe y no solo da que hablar, sino que también, en su nombre se proclaman y se hacen muchas cosas. Luego, de un modo u otro, ya forma parte de la praxis, está inscrita en la vida social haciéndose valer en los hechos, siendo moneda de cambio en las muchas y diversas explicaciones de los acontecimientos contemporáneos, convirtiéndose en un elemento ideológico que de alguna manera posee su contrapartida en las relaciones sociales. Lo que demuestra no tener sentido entonces, es preguntarse si existe la posmodernidad; más bien, saber en qué consiste, si se usa o abusa del término, y si procede hablar de una conciencia histórica posmoderna real, correspondiente y coherente con el momento actual del desarrollo de la formación socioeconómica dominante, o si es una falsa conciencia que deforma la realidad para encubrir la verdadera razón de ser de nuestra época.

¿En qué consiste entonces la posmodernidad? En muchas cosas que para dar cuenta de ellas haría falta mucho más que este artículo. Quedémonos, sobre todo, con que se trata de una categoría con la que analizar la sociedad contemporánea que se nutre de muchas teorías, la mayor parte de ellas críticas con el marxismo, con la posibilidad de que el capitalismo pueda ser superado históricamente por la clase obrera, y sobre todo, con las herramientas de lucha de la clase obrera, es decir, con la concepción leninista del Partido.

Cuando se teoriza sobre la posmodernidad se habla de muchas cosas: fin de las grandes narrativas, pensamiento débil, modernidad líquida e incluso del final de la historia. En este aspecto, lo significativo es que sobre la experiencia histórica del siglo XX, se afirma que en este mundo ya no hay cabida para la transformación revolucionaria; la globalización, el multiculturalismo, las nuevas tecnologías, o el orden mundial tras la caída del muro, lo hacen ya imposible. Desde este enfoque, el capitalismo parece insuperable, por su capacidad de absorción, por su fragmentación discursiva, y porque se presenta disuelto e invisibilizado por otros elementos, que sin negar su valor, ni reducirlos a una vulgar frivolidad, se dimensionan de tal manera que parecen un cubo de Rubik imposible. Así, los sucesos se convierten en relatos y todo se envuelve en las brumas del relativismo. Se equiparan todo tipo de luchas, la tercera y cuarta ola del feminismo, los derechos LGTBI, el medio ambiente, el animalismo, la perfomatividad del género, la intersecionalidad, las nuevas voces descolonizadas que rompen con el etnocentrismo occidental, el eros alienado en una sociedad hipertecnificada, la incomunicación y la soledad en las grandes urbes, y muchas otras cosas, que se ponen en la misma repisa que la lucha por un trabajo digno o unos servicios públicos de calidad. 

Además, todo esto suele ser presentado o bien, desde lo micro, en la idea de que la opresión verdadera se halla en las mentalidades o en las maneras de mirar que normativizan los valores dominantes, o desde lo alternativo, desde el espacio, el verbo o el significante todavía no definido, lo otro que se escapa a toda categoría y que por tanto, puede ser así la auténtica contradicción o acto subversivo. Con todo ello, se hace imposible la clásica máxima de que la unidad hace la fuerza; la estructura organizativa se disuelve y da paso a las redes, a la comunicación sin orientación, ni coordenadas, ni referencialidades, que directa o indirectamente replican el mismo sistema que denuncian y logran lo ya mencionado: la imposibilidad de vencer al capitalismo. Finalmente, para terminar de enredar el panorama, a la vez que se disloca la lucha y sus posibilidades de unidad, se va levantado, con términos como cultura woke o marxismo cultural, el outfit del pensamiento reaccionario en gamas pardas y rojipardas, siempre absolutamente funcional a la oligarquía y anatematizando todo lo que huela a asimilar los nuevos conflictos y realidades.

Toda esta construcción teórica, tan espesa como heterogénea, que aúna luchas reales con análisis deficitarios y falsos conflictos con categorías científicas, se vuelca en los hechos tal y como hemos visto desde el 15M, con esas nuevas formas de hacer política que nos son tan familiares. Con la negación de los partidos, de las banderas, de las siglas, la ramificación de las luchas, sujetos e identidades en las que lo diverso y plural sirven para ningunear la referencialidad de la lucha de clases, para la negación de los principios organizativos más básicos, e incluso para difuminar la propia relación entre oprimido y opresor, ya que según quién y cómo lo formule, el mismo sujeto que en un contexto es opresor en otro es oprimido. Se da marcha atrás; y si en la genealogía de toda lucha, del conflicto nace la asamblea que alumbra la conciencia y toma cuerpo, se estructura, y aparece la organización política, el partido. Ahora toca abandonar la estructura para volver a la asamblea, eso sí, abierta, sin clases ni orientaciones.

Eduardo Uvedoble

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