Hay hombres que luchan un día y son buenos.

Hay otros que luchan un año y son mejores.

Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos.

Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles.

En mayo de 1933, tres meses después de que el presidente Hindenburg nombrara a Hitler canciller de Alemania, las obras literarias de Bertolt Brecht fueron calcinadas en una hoguera  frente a la Ópera de Berlín. La suerte estaba echada para el gran dramaturgo alemán. Con la feroz represión nazi pisándoles los talones, Bertolt Brecht y su familia tuvieron que exiliarse en el extranjero. El renombrado intelectual cumplía con una de las mayores herejías de su tiempo: ser comunista. Y así sucedió el 28 de febrero de 1933, justo un día después del incendio del Reichstag por los nazis. Primero se dirigieron a Dinamarca, donde residieron cinco años, después se instalaron en Finlandia y, por último, de 1941 a 1947, vivieron en los Estados Unidos. Durante la estancia en los países nórdicos, Bertolt Brecht dedicó su producción teatral a algunas excelentes obras de lucha y combate. Fueron (y son) los casos ejemplares de Terror y miseria del III Reich y de Los fusiles de la Madre Carrar. En la primera pieza, estrenada en 1938, Brecht muestra y analiza la vida en la Alemania nazi de los años 1930.

Una existencia vilmente sometida a la esencia sicológica del nazismo: humillación, persecución y terror. Por otro lado, la impresionante obra es, desde el posicionamiento político de una reflexión autónoma del espectador, una de las piezas precursoras del Verfremdungseffekt (“efecto de distanciamiento” o “distanciamiento brechtiano”); un método artístico-estético mediante el cual Bertolt Brecht creó (y crea) un distanciamiento emocional respecto a lo que se muestra en la obra teatral con objeto de que el espectador, en lugar de caer en la sensiblería, reflexione y actúe crítica y objetivamente, pues, según precisa Bertolt Brecht, “la empatía y la catarsis provocan la pérdida de perspectiva”, es decir, la pérdida de un análisis crítico y no convencional.  Respecto a Los fusiles de la Madre Carrar, Bertolt Brecht, conocedor de “La desbandá” (la masacre de civiles cometida por los franquistas y sus aliados el 8 de febrero de 1937 en su huida por la carretera de Málaga a Almería), quiso dejar constancia a través de la evolución sicológica de la Madre Carrar de la necesidad de la acción revolucionaria. Una modesta madre de familia que frente a la barbarie fascista tiene como primer reflejo proteger a sus hijos, pero que tras las muertes del hijo mayor y de su marido en el combate, decide desempolvar los fusiles guardados con celo hasta entonces y enfrentarse al enemigo. Por consiguiente, hablamos de unas obras de teatro representativas de una aproximación al materialismo dialéctico que imponían las circunstancias del destierro. Un periodo, quizás el más duro de la vida de Bertolt Brecht, pero también de gran madurez intelectual durante el que concibió y escribió algunas de sus obras mayores. En concreto, entre 1937 y 1944, sus cuatro grandes dramas: La vida de Galileo, Madre Coraje y sus hijos, El alma buena de Szechwan y El Señor Puntilla y su criado Matti. Es decir, una producción teatral particularmente rica y fecunda que demostraba (y demuestra) de modo irrefutable que, el inigualable dramaturgo bávaro, era dueño absoluto de todas sus capacidades, y ello pese a las grandes dificultades impuestas por el injusto ostracismo. Un destierro que se prolongó seis años más en  Estados Unidos, como decíamos más arriba, de 1941 a 1947. En un país, además, por aquel entonces en las garras del macartismo (cruzada anticomunista, cuya manifestación más emblemática fue “la caza de brujas”) y en los inicios de la implacable Guerra Fría. Es decir, en el comienzo del enfrentamiento político, económico, social, ideológico, militar e informativo entre los bloques capitalista y comunista liderados por los Estados Unidos y la Unión Soviética.

Espiado y perseguido por el FBI

Fue, por consiguiente, en aquel contexto explosivo e insólito en el que Bertolt Brecht pisó por primera y última vez suelo estadounidense. Allí, espiado, perseguido y controlado por el FBI (Oficina Federal de Investigación) del sicópata Edgar Hoover (que no cesó durante toda la estancia del dramaturgo germano de controlar su teléfono, pedir informes e intervenir su correspondencia) presentó la epatante obra de teatro La resistible ascensión de Arturo Ui, escrita específicamente para los escenarios norteamericanos y, como en otras ocasiones, en colaboración con la actriz y escritora alemana, Margaret Steffin. En ella, Bertolt Brecht representa de manera satírica y alegórica el ascenso al poder de Adolf Hitler, el cual se escenifica en paralelo con el ascenso del mafioso ficticio de Chicago, Arturo Ui. Confrontando dialécticamente, y por tanto con ánimo de superación, historia y realidad cotidiana.  A esta magistral pieza de lenguaje en verso, le seguirían otras de indudable interés, como Las visiones de Simone Machard y El círculo de tiza caucasiano, ésta última escrita entre 1944 y 1945 en la ciudad de Santa Mónica, y en la que de manera salomónica se debaten las voluntades de dos madres sobre un mismo niño; sobresaliendo el enfrentamiento entre ricos y pobres.

Acosado sin cese por la Comisión de Actividades Antiamericanas (Comité creado en 1938 por la Cámara de Representantes del Congreso de los Estados Unidos, y activo hasta 1975), y cuya misión oficial era llevar a cabo investigaciones sobre supuestas “influencias subversivas en la vida estadounidense”, pero que en realidad dedicaba todos sus esfuerzos en diezmar al Partido Comunista de los Estados Unidos de América (en inglés, CPUSA) y en perseguir a “los comunistas allí donde se hallaran”, hizo que Bertol Brecht, que había trabajado también como guionista de éxito en Hollywood, lugar donde la represión y la censura contra las ideas comunistas se cebaron particularmente, consideró, como cientos de escritores, artistas, científicos e intelectuales igualmente perseguidos, que aquella histeria anticomunista era insoportable, y que la vuelta a la vieja Europa se imponía.

Presencia revitalizada

En su retorno, en 1948, Bertolt Brecht se instaló primero en Suiza y después en Berlín-Este, donde se encargó hasta su muerte, el 14 de agosto de 1956, de la dirección del Berliner Ensemble, la compañía de teatro que fundó en enero de 1949 con su esposa, la también comunista y gran actriz alemana, Helene Weigel. Fue igualmente en esa ciudad berlinesa donde Brecht acabó su última pieza de teatro: Los días de la Comuna (1949), y donde formó un excelente equipo de “metteurs en scène” y actores que continuaron su impresionante legado artístico-literario. O sea, la  obra  (teatro y poesía) de un hombre que luchó toda su vida por la función social del arte y de la cultura, y que hizo de él un hombre imprescindible. En definitiva, una obra que en la situación del mundo actual, éste le otorga un lugar y una presencia completamente revitalizados: sus temáticas resultan perceptibles y pertinentes y, además, señalan mecanismos para hallar una salida a la contradicción fundamental del capitalismo: la que opone el carácter social del trabajo al carácter privado de la apropiación.

José L. Quirante 

 

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