Por desgracia, a Un extraño enemigo le sobran los tres últimos capítulos. Las exigencias de extensión de las series y de su desarme político, supongo, obligaban. Es obvio que la reducción de los espacios de la política a las distintas trayectorias de la ambición de un protagonista sin moral -lo que he llamado ya varias veces aquí el héroe randiano- es un<a desarme político. Aquí se representa por un personaje histórico real escondido, supongo que por miedo a las demandas, en un nombre parecido. Ni la política es House of cards ni la existencia, incluso si fuera generalizada, de este tipo de personajes en las dinámicas políticas reales cambiaría que, finalmente, lo importante es qué se hace allí. El resto de la serie es desde cualquier punto de vista imprescindible.

Si seguimos del final hacia el principio. Los tres primeros episodios de la segunda temporada narran, desde la perspectiva de los ejecutores de la guerra sucia, las cloacas que tanto se proclaman ahora, el hostigamiento y combate contra la guerrilla urbana Liga Comunista 23 de Septiembre. La serie disecciona desde la utilización de las torturas por parte del Estado, hasta cómo en las altas esferas del poder analizan la posibilidad o la imposibilidad de que la guerrilla urbana y la guerrilla campesina puedan articular una estrategia común. En un momento magnífico de la serie, el protagonista, que no es otro que el cerebro de los crímenes de Estado, afirma que ambas guerrillas no entrarán en contacto debido a que la guerrilla urbana está formada por intelectuales que han leído mucho a Marx y Engels, mientras que la guerrilla campesina lucha porque no tiene nada que comer. Más allá, o acá, de la corrección o incorrección de la tesis o de que tuviera validez meramente coyuntural, su misma formulación señala ya un problema, creo, bastante serio.

Los guerrilleros universitarios provienen de la represión del movimiento estudiantil en el llamado 68 mexicano. Y este es el tema de la primera temporada de Un extraño enemigo. Si la segunda temporada, quizá por la menor trascendencia histórica del periodo, abarca todo un sexenio presidencial, la primera temporada solo trata, con bastante profundidad, la revuelta de los estudiantes universitarios que terminó con la masacre de Tlatelolco. La serie se detiene en contraponer los movimientos del Estado y de los estudiantes los meses previos a que un grupo de paramilitares, al servicio del Estado, disparara contra la multitud en un mitin estudiantil.

La intervención de este grupo paramilitar fue la excusa para que el ejército, que estaba apostado en vigilancia, acribillara a los estudiantes reunidos en la plaza con varios centenares de asesinados.

La serie despliega todos los mecanismos que el Estado utiliza para acabar con los movimientos contestatarios. Aunque en este caso los estudiantes se radicalizan por la negativa del gobierno a respetar su independencia. Aparecen los mecanismos de invisibilización y criminalización de la protesta. Se dan instrucciones precisas sobre enfoques de la información, sobre el momento en que se saca la información y en qué momento se da determinada información falsa. Se demora en la acción de los infiltrados en las organizaciones sociales -personajes, por otra parte, siempre interesantes por su ambigüedad moral- y cómo estos no solo trasladan informaciones a los servicios secretos, sino que también empujan a tomar decisiones tácticamente erróneas que le son funcionales al Estado. No sé si es cierto o apócrifo, pero cuenta Robert Service en su biografía de Lenin que un infiltrado del zar llegó al Comité Central y solo fue descubierto cuando, en 1918, los bolcheviques accedieron a los documentos secretos del zarismo. Un aviso a navegantes.

Jesús Ruiz

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