Una revolución, para Fidel, no puede limitarse a modificar las condiciones materiales de vida de la población. Aunque mejore ostensiblemente la situación de las mayorías, no estaría nunca completa ni sería duradera si no es también una revolución cultural. Tiene que cambiar el entorno de los seres humanos y cambiar igualmente a los propios seres humanos. Por eso, cuando visitó con Chávez la Universidad Central de Venezuela, dijo que «una revolución solo puede ser hija de la cultura y de las ideas».

Hay que detenerse en el significado cultural que tuvo la proclamación del carácter socialista de la Revolución, el 16 de abril de 1961, en vísperas de la invasión de Girón. Habían pasado solo dos años, tres meses y 15 días del triunfo. Junto a  transformaciones radicales de todo tipo en beneficio del pueblo, se había producido una acelerada renovación a escala masiva en el campo de la cultura y de la conciencia, que fue clave para lograr que los principios e ideas asociados al orgullo patriótico, al antimperialismo, a la justicia social y a la auténtica democracia se hicieran hegemónicos.

Después de medio siglo de sufrir la constante influencia yanqui emanada del modelo neocolonial, Fidel pudo declarar que habíamos hecho una Revolución socialista «de los humildes, por los humildes y para los humildes» en las narices del imperialismo. Es evidente que el joven proceso revolucionario había dado ya, en fecha tan temprana, sorprendentes pasos de avance en la conquista de una hegemonía cultural.

A pesar de Girón y de otras muchas agresiones (actos terroristas, asesinatos de maestros y campesinos, acciones de bandas contrarrevolucionarias), 1961 se convirtió en un año clave para la educación y la cultura. Se llevó a cabo la epopeya de la Alfabetización, una verdadera hazaña; se creó la Escuela Nacional de Instructores de Arte; Fidel se reunió durante tres largas jornadas con representantes de la intelectualidad y pronunció su memorable discurso fundador de la política cultural revolucionaria; se celebró el Primer Congreso de Artistas y Escritores; nació la Uneac.

El Comandante, en 1988, en el iv Congreso de la Uneac, levantó la bandera de la cultura y de la espiritualidad como un factor básico en el empeño por ofrecer una vida superior a la población. «Nivel de vida», dijo allí, «no es solamente toneladas de cosas materiales; hacen falta muchas toneladas de cosas espirituales».

Para él, la cultura no es jamás algo ornamental. Se trata, por el contrario, de una fuerza emancipadora de enorme trascendencia, capaz de contribuir decisivamente al «mejoramiento humano» en que tanto creía Martí.

Cartel Cortesía de la Biblioteca Nacional José Martí Foto: Carteles

El 20 de noviembre de 1993, en la fase más severa del periodo especial, Fidel intervino en el v Congreso de la Uneac. Varios delegados se habían estado refiriendo con angustia a la aparición, entre nosotros, de formas nuevas de colonialismo cultural, de tendencias que desdeñaban nuestras raíces para hacer guiños equivocados al turista y al joven cubano ansioso por vivir falsas experiencias «modernas». En medio de ese debate, el líder de la Revolución pronunció aquella frase que nos sorprendió a todos: «la cultura es lo primero que hay que salvar».

En un momento de tantas privaciones, cuando nos faltaban tantas cosas esenciales para la supervivencia, Fidel ponía en primer lugar a la cultura. Por supuesto, no hablaba exclusivamente de las artes y la literatura. Se refería a una noción más amplia, más honda, que tiene que ver con lo que nos define como nación, con aquello en que pensaba Fernando Ortiz  cuando decía que «la cultura es la patria».

Hubo una etapa en que promovió con mucho énfasis «la cultura general integral»: un concepto que abarca conocimientos históricos, políticos, ideológicos, económicos y científicos y –al propio tiempo– la capacidad para comprender y apreciar las expresiones artísticas y literarias más complejas.

Ese ser humano culto y libre que está en el centro de la utopía martiana y fidelista debe estar preparado para entender cabalmente la realidad nacional e internacional, y para descifrar y sortear las trampas de la maquinaria de dominación informativa y cultural del imperio y de la reacción. No podrá ser hipnotizado ni engañado.

«Sin cultura», repite el Comandante una y otra vez, «no hay libertad posible». Los revolucionarios de hoy están obligados a estudiar, a leer, a informarse, a nutrir día a día su pensamiento crítico. Esa formación cultural, junto a los imprescindibles valores éticos, le permitirán emanciparse, definitivamente, en un mundo donde predomina el control de las mentes y de las conciencias. En el concepto de Revolución aparece el llamado a «emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos» y la cultura es el instrumento principal de ese proceso de autoaprendizaje y de autoemancipación.

En su estremecedor discurso del 17 de noviembre de 2005, Fidel se pregunta, por ejemplo, cómo una persona ignorante, analfabeta, «puede saber que el Fondo Monetario Internacional es bueno o malo, (...) y que el mundo está siendo sometido y saqueado incesantemente por (...) ese sistema». Sencillamente, «no lo sabe».

Analiza del mismo modo la forma sutil en que la publicidad comercial crea «reflejos condicionados» en el ser humano y «le quita la capacidad de pensar». Ante estas seducciones y sus efectos tóxicos, el antídoto más eficaz es la cultura.

Cuando dicen «el socialismo es malo» (explica el Comandante), «todos los ignorantes y todos los pobres y todos los explotados» repiten, por reflejo, «el socialismo es malo, el comunismo es malo».  El imperio dice «Cuba es mala» y «vienen todos los explotados de este mundo, todos los analfabetos y todos los que no reciben atención médica, ni educación, ni tienen garantizado empleo, no tienen garantizado nada», y repiten que «La Revolución Cubana es mala».

Esa suma de la ignorancia y la manipulación engendra una criatura patética: el pobre de derechas, el infeliz que vota por sus explotadores y, para colmo, los admira.

Cuando el Comandante trató en la Uneac el tema de «la globalización y la cultura», dijo que era «el más poderoso instrumento de dominación del imperialismo». En esa confrontación, señaló, «todo se juega, identidad nacional, patria, justicia social, Revolución».

Aquel 17 de noviembre de 2005, Fidel dijo que soñaba la Cuba del futuro, no como «una sociedad de consumo», sino como «una sociedad de conocimientos, de cultura, del más extraordinario desarrollo humano que pueda concebirse». Una sociedad con una excepcional «plenitud de libertad».


uyl_logo40a.png