“Posverdad” es un término tan ambiguo e innecesario como su análogo -y precedente- “posmodernidad”. Del mismo modo que lo que llamamos posmodernidad no es sino modernidad sucedánea o decadente, la posverdad es un nuevo apelativo de la falsedad, sobre todo de la falsedad mediática masiva. Con la peculiaridad de que la posverdad no se molesta demasiado en ocultar su impostura. Su máximo exponente es la publicidad, que apela directamente a las emociones -y a las más bajas pasiones- con un alegre desprecio de la realidad que solo funciona en la medida en que el destinatario del mensaje publicitario se hace cómplice del engaño. Ni el machito más estúpido cree que una determinada marca de desodorante pueda convertirlo en un seductor irresistible; pero la eficacia de los spots al uso está sobradamente comprobada, tanto que los fabricantes de productos cosméticos gastan mucho más en publicidad que en materias primas.
La explicación de este inquietante fenómeno no es sencilla; pero sin duda uno de los factores a tener en cuenta es la enorme difusión de algunos mensajes falsos o “posverdaderos”. Saber que millones de personas aceptan sin sentirse insultadas que se les repita a todas horas que un repugnante brebaje saturado de CO2 es “la chispa de la vida”, se convierte en un nuevo tipo de argumento ad populum que nos invita -o más bien nos compele- a participar en el festín permanente de la comida -y la bebida- basura.
Y la política no podía quedarse atrás, siendo como es la inventora de la publicidad (que en sus cenagosos dominios se denomina propaganda). Se podría definir a los políticos de oficio y beneficio como poetas malos y embusteros. O posveraces, si se prefiere. Al igual que un spot publicitario, un discurso político es un poema; un poema malo en ambos sentidos del adjetivo, pero poema al fin y al cabo, en la medida en que está hecho de metáforas, metonimias e hipérboles, y de mentiras o posverdades destinadas a estimular incluso a quienes en el fondo no se las creen. Como aquel personaje de Molière que hablaba en prosa sin saberlo, los políticos hablan en verso sin darse cuenta, o sin que nos demos cuenta los demás. Son los juglares de la posverdad.
Pero la posverdad tiene su reverso dialéctico en lo que podríamos llamar la posmentira. En muchos casos, saber o sospechar que algo no es cierto
debería llevarnos a pensar que no se trata de una mera exageración o una licencia poética, sino de una mentira deliberada y malévola, y del mismo modo que la posverdad puede conducirnos a una forma pasiva de aceptación, la posmentira podría -y debería- dar lugar a una forma activa de rechazo.
Antes estábamos indefensos ante muchas de las mentiras del poder. Si un canalla uniformado -o togado, o coronado- decía que “en España no hay tortura”, no era fácil demostrar que mentía; ahora basta con teclear juntas en un buscador las palabras “España” y “tortura” y echar una ojeada a algunas de las entradas -hay más de un millón- para averiguar que la Coordinadora para la Prevención de la Tortura (que agrupa a más de cuarenta organizaciones de todo el Estado español) ha recopilado 7.500 casos de torturas y malos tratos, amén de 883 muertes en dependencias policiales, del año 2004 al 2014. Y que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha multado hasta en ocho ocasiones a España por no investigar eficazmente las denuncias. Y que los relatores de la ONU, Amnistía Internacional y otras organizaciones de derechos humanos aseguran que España “incumple reiteradamente” (sic) sus compromisos internacionales en materia de prevención…
Antes, si un ministro decía que unas imágenes de brutalidad policial estaban trucadas, no era fácil desmentirlo. Ahora, mientras lo dice en una entrevista televisiva, aparecen en la pantalla imágenes de esa brutalidad policial grabadas por los mismos que lo están entrevistando, para escarnio del indigno ministro y de su corrupto Gobierno.
La mentira ya no es lo que era: si siempre tuvo las patas cortas, ahora, además, sus endebles patitas se enredan en la tupida malla de internet, y para pillarla bastan un par de clics. En la era de la posmentira, no solo es culpable el engañador, sino también el engañado, cuando menos por omisión.
Carlo Fabretti