¿Qué significa ser revolucionario? Los estudiosos del marxismo saben que el partido socialdemócrata se fracturó en sus orígenes: los reformistas, que en lo adelante se alejarían cada vez más de las concepciones de Marx, se quedaron con el nombre y los revolucionarios crearon el partido comunista. La polémica «reforma vs. revolución» tiene una larga historia.
Ahí están los textos de Lenin, de Rosa Luxemburgo, entre otros.
Pero la definición o la opción revolucionaria, y su existencia práctica, no son exclusivas de un partido o de una clase social, aunque sí de una época. Los burgueses fueron revolucionarios en su momento y el movimiento anticolonial en la era del imperialismo tuvo por lo general un carácter revolucionario. José Martí creó el Partido Revolucionario para lograr la independencia de Cuba, y dicen que hablaba de la revolución necesaria que habría de iniciar una vez alcanzado el poder.
Por eso, me gusta hacer referencia a la tradición cubana del término. Cintio Vitier, por ejemplo, asumiendo los riesgos reductores de cualquier agrupamiento, establece dos tendencias «espirituales» en el último tercio del siglo XIX: la revolucionaria (independentismo, modernismo literario, antievolucionismo) y la reformista (autonomismo, preceptismo literario, evolucionismo positivista).
Lo cierto es que Revolución es Creación, salto sobre el abismo, o sobre el muro de la aparente imposibilidad —«seamos realistas, hagamos lo imposible», decían los estudiantes parisinos del 68—, mirada de cóndor, pero es sobre todo una toma de partido «con los pobres de la Tierra». Si tomamos a José Martí como modelo de revolucionario, observaremos en él tres características que se repiten en Fidel Castro:
1. Opción ética antes que teórica: se adopta una teoría para luchar contra la explotación, y no a la inversa. Es vocación de justicia social. «En la mejilla ha de sentir todo hombre verdadero el golpe que reciba cualquier mejilla de hombre», escribía Martí. «El revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor», acotaba Ernesto Che Guevara. «Es precisamente el hombre, el semejante, la redención de sus semejantes, lo que constituye el objetivo de los revolucionarios» —ha dicho Fidel. El poeta revolucionario salvadoreño Roque Dalton se burlaba de las posiciones esnobistas de los «marxistas de café con leche» en estos versos:
Los que/ en el mejor de los casos/ quieren hacer la revolución/ para la Historia para la lógica / para la ciencia y la naturaleza/ para los libros del próximo año o el futuro/ para ganar la discusión e incluso/ para salir por fin en los diarios / y no simplemente/ para eliminar el hambre/ para eliminar la explotación de los explotados.
Hay revolucionarios que desconocen la teoría marxista. Y hay académicos marxistas muy conocedores de cada texto, de cada frase de Marx, que jamás han salido a la calle, que son incapaces de sentir, de vibrar, con el dolor o el júbilo ajenos, que no militan; esos académicos «marxistas» no son revolucionarios. Tampoco son continuadores de Marx. Uno de los resortes formadores y auspiciadores de una Revolución, es la solidaridad.
2. Radicalidad en la comprensión y en los actos; el revolucionario busca la raíz del problema, aún cuando no pueda extirparla de inmediato, aún cuando se equivoque al señalarla, y pasa rápidamente a la acción. A diferencia del reformista, no pretende mitigar el dolor o enmascararlo, sino eliminar la enfermedad.
3. El revolucionario es una persona de fe. No en el sentido religioso. Ninguna declaración mejor que la que hace Martí (otra vez Martí) a su hijo, en la dedicatoria del Ismaelillo: tengo, le dice, «fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti». Fe en el pueblo, en sus capacidades. El revolucionario entiende los límites aparentes de lo posible, y los transgrede, porque cree en el pueblo. En esto también se diferencia el reformista, que por razones de clase desconfía o subestima al pueblo. Creer, no es extirpar la duda; los revolucionarios vivimos la angustia de la duda, que es la del conocimiento. Sin embargo, el cínico es contrarrevolucionario, aunque no lo sepa.
Algunos ideólogos de la contrarrevolución reducen la actitud revolucionaria al acto violento, al uso de las armas. Como si las revoluciones armadas no ocurrieran en respuesta a la violencia del poder burgués. Ser un radical —ir a las raíces—, no es optar por la violencia. En su afán por desideologizar hasta el mismísimo concepto de revolución, pretenden hacer pasar como acciones revolucionarias las revueltas violentas de los politiqueros de la seudorepública, que querían hacer valer el poder personal. Ni siquiera los antimachadistas o los antibatistianos eran necesariamente revolucionarios.
Y contraponen el socialismo revolucionario al que llaman «democrático» (socialdemócrata), porque aquel no respeta el orden burgués. El socialismo no solo puede, sino que debe ser democrático, aunque no en el sentido que el sistema capitalista otorga al término. Debe y puede ser más participativo, más inclusivo, más solidario, más representativo. Debe y puede defender la individualidad, no el individualismo, porque el socialismo es el único camino capaz de transformar a las masas en colectivos de individuos.
Ciertas cualidades o virtudes éticas constituyen el fundamento o la base sobre la que se erige un revolucionario. Pero es una ética esencialmente política, social, no privada, que no puede vaciarse o desligarse de las contradicciones fundamentales de la época. No se es revolucionario con respecto a los intereses personales, sino de cara a la sociedad.
Hay personas conservadoras —por razones biográficas, y quién sabe si hasta por razones genéticas—, que repelen los cambios bruscos, la incertidumbre de lo nuevo, que disfrutan el orden y la rutina.
No son contrarrevolucionarias. En sus Palabras a los intelectuales (1961), Fidel Castro decía: «Nadie ha supuesto nunca que (…) todo hombre honesto, por el hecho de ser honesto, tenga que ser revolucionario. Ser revolucionario es también una actitud ante la vida, ser revolucionario es también una actitud ante la realidad existente (…)». Y agregaba más adelante: «Es posible que los hombres y las mujeres que tengan una actitud realmente revolucionaria ante la realidad no constituyan el sector mayoritario de la población; los revolucionarios son la vanguardia del pueblo, pero los revolucionarios deben aspirar a que marche junto a ellos todo el pueblo (…) la Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo; a contar, no solo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos que aunque no sean revolucionarios, es decir, que aunque no tengan una actitud revolucionaria ante la vida, estén con ella. La Revolución solo debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios».
Allí donde una Revolución ha triunfado, el adjetivo —que en el globalizado mundo del oficialismo burgués suele endilgarse como insulto—, se convierte en elogio. Una persona es trabajadora, «buena gente» y revolucionaria. La cotidianidad puede descontextualizar el sustrato rebelde y el significado político del término y reducir la condición del revolucionario a la honradez o a la decencia.
A veces, puesto que la Revolución ha tomado el poder, se identifica con el buen comportamiento o la corrección. Decimos: «en el fondo él (ella) es revolucionario(a)», como si dijéramos que, más allá de sus apariencias, «es una persona noble». Y creemos que el niño o el joven «más revolucionario», es el que «se porta bien». De cierta forma, el calificativo se aburguesa. Esto parece casi inevitable, pero no lo es; una Revolución en el poder necesita establecer su «normalidad», su gobernabilidad.
Defenderse como poder político es la premisa de cualquier poder político, mucho más cuando se trata de un contrapoder acorralado por el poder global —que no solo acecha en el plano físico (material, militar), sino también en el espiritual, en el ámbito de la reproducción de valores—, y su normalidad es una «anormalidad» fuera de sus fronteras geográficas.
Ser revolucionario es participar en la consolidación del gobierno revolucionario, establecer un frente común con ese gobierno, para defender cada conquista y establecer las nuevas metas, aún cuando los grados de participación en la determinación de esas metas son aún insuficientes o se ejercen de manera formal. La democracia socialista, esencialmente superior, tiene todavía un largo camino por recorrer. Ser revolucionario también es participar desde la crítica comprometida. Criticar no es enunciar un hecho cierto, es actuar sobre él, empujarlo hacia su solución. Lo que otorga veracidad y justeza a una crítica no es el hecho enunciado, es su sentido. Si se desideologiza la crítica, se deshuesa, y se falsean sus enunciados.
De manera imperceptible, ocurre un lento proceso de separación o destilación del contenido «rebelde» que toda actitud revolucionaria presupone. Esto no es bueno. Vienen entonces los que enarbolan la rebeldía y la contraponen al ser revolucionario —vieja aspiración de la subversión imperialista: promover la rebeldía antirrevolucionaria, lo que significa decir, que los rebeldes sean antirebeldes, que aspiren a ser «normales», inconformes frente a la rebeldía y conformes frente a la enajenación global—, o en sus antípodas, aquellos que consideran que el ser rebelde es el verdadero ser revolucionario.
Estos últimos pueden perder el sentido de orientación, porque la rebeldía a secas, habitualmente manipulada por el mercado capitalista, tiene una larga historia de convivencia y a veces de connivencia con el capitalismo. La rebeldía juvenil no es ni puede ser enemiga del espíritu revolucionario; ser revolucionario es la forma superior de ser rebelde. Sin la inconformidad que propicia la rebeldía y sin su disposición para romper moldes, normas, esquemas, es difícil ser revolucionario.
Las universidades cubanas no pueden ser «de o para los revolucionarios», son centros formadores; deben ser, eso sí, formadoras de revolucionarios. De sus aulas salieron Mella y Fidel. El capitalismo (la cultura del tener) intenta domar la rebeldía incentivando sus formas primarias: el desacato, la irreverencia; intenta aislar al rebelde, concentrarlo en sí mismo, explotar al máximo su expresión individualista, transformarlo en un cínico. El socialismo (la cultura del ser), pretende encauzar esa rebeldía hacia la acción transformadora, ponerle mayúsculas, hacerla partícipe de las causas más justas de su época.
Viví en el barrio centrohabanero de Colón, y sé que muchas personas de aquel entorno deben enfrentar enemigos más concretos e inmediatos que el imperialismo norteamericano, al menos eso parece, cuando la corrupción, la burocracia, la doble moral, la insensibilidad, el «sálvese quien pueda» se imponen. Creo, como ellos, que ese es el enemigo principal.
Pero no podemos confundir su nombre: se trata del capitalismo, de su capacidad para regenerarse dentro del socialismo, que no es más que un camino (no un lugar de llegada) hacia otro lugar, hacia otra esperanza o certeza de vida mejor. Si desvinculamos ese nombre de aquellas manifestaciones, o las enlazamos erróneamente al camino socialista que hemos emprendido, perdemos el rumbo. No podemos ser revolucionarios hoy, en este mundo globalizado, si no somos anticapitalistas, si no somos antimperialistas. Si no sentimos como propios las conquistas, los peligros, las humillaciones, de otros pueblos. Si no defendemos la unidad de los revolucionarios cubanos y la de los pueblos latinoamericanos frente al imperialismo.
No podemos ser revolucionarios si creemos que el mundo tiene el largo y el ancho de una calle, o de un barrio, o de un país. Si aceptamos los consensos que otros construyen, y no construimos los nuestros. Si vaciamos cada palabra de los contenidos de combate, porque de inmediato serán llenadas de otros contenidos, por aquellos que nos combaten.
Martí, Mella, Guiteras, el Che, Fidel, se parecen demasiado, para que nos inventemos ese asunto de las generaciones. No han dejado de ser jóvenes. Cambian las tareas, las coordenadas, pero no las actitudes, los principios, el horizonte al que siempre nos acercamos sin llegar. Por otra parte, nadie se hace revolucionario de una vez y para siempre.
Hay que nacer como revolucionario cada mañana, cada día. Los papeles no están predestinados ni son inmutables: el héroe de 1868 pudo convertirse en traidor 20 años después; el indeciso de entonces, quizá empuñó las armas con dignidad en 1895; el guerrero valiente de la manigua pudo dejarse seducir por la corruptora política neocolonial; el enérgico antimachadista, desilusionarse de sus ideales de juventud o convertirse en un profesional de la violencia; el revolucionario de la Sierra o del Llano, acomodarse o enredarse en las redes del burocratismo; el escéptico de aquellos días, transformarse en un miliciano fervoroso, en un héroe cotidiano e invisible; el dirigente juvenil, acodado en el balcón de la buena conducta y los aplausos, convertirse en un repetidor de consignas vacías y el profesional rebelde, crecer como tal hasta hacerse revolucionario.
Entre unos y otros, disfrazados, están los oportunistas, los «pragmáticos», los cínicos de siempre. A todos los cerca la historia y, de sus actos múltiples, solo perdura el instante de eticidad fundadora que sostiene a la Patria: «ese sol del mundo moral» que ilumina y define a los seres humanos, según la frase que Cintio rescatara de José de la Luz y Caballero. Una Patria que es Humanidad, que no está en la «hierba que pisan nuestras plantas», o en unas costumbres siempre en evolución, sino en un proyecto colectivo de justicia. Una Patria que aspira a fundirse con la Humanidad, y que mientras, defiende su espacio para fundar, para crear, para proteger la dignidad plena de sus hombres y mujeres.