Soy de los que piensan que una obra artística o literaria no es propiedad exclusiva de nadie. Ni del autor que la realiza ni de quien con su dinero la produce. El dueño real y definitivo es el público (el pueblo queremos decir), a quien le va destinada desde el primer instante de su elaboración.

Para las noches frescas del mes de agosto, durante el cual la redacción de Unidad y Lucha descansará hasta septiembre, no me viene nada mejor a la cabeza que recomendarles cinco magníficas películas para disfrutar este verano: una por cada fin de semana: “Alejandro Newski” (1938) de S. M. Eisenstein, “La sal de la tierra” (1954) de Herbert J. Biberman, “Novecento” (1976) de Bernardo Bertolucci, “Un profeta” (2009) de Jacques Audiard y “El capital” (2014) de Costa-Gavras. Cinco películas inolvidables tanto por el interés de los temas tratados como por la calidad de sus puestas en escena.

En el 7º arte hay quien produce películas, quien las realiza, quien las escribe e interpreta, y por último quien las distribuye y exhibe para deleite de los espectadores. Pero ha habido y hay  personas y lugares que han dedicado toda su vida a reunir, conservar y restaurar copias de películas hechas en celuloide con el exclusivo fin de que perduren en el tiempo y sean de la apetencia de futuras generaciones. Una de esas personas, quizás la más relevante, es Henri Langlois, de quien este año París celebra el centenario de su nacimiento.

Como el tema va de curas, les diré que la película que voy a comentar es de 3R. ¿Recuerdan aquellas ridículas clasificaciones morales de las películas que la Iglesia Católica establecía en la época franquista? Pues eso, la película “Un dios prohibido” es de 3R. R de retrógrada, R de reaccionaria y R de repelente.

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