Sin que sirva de precedente, permítanme hablarles en esta ocasión de cine en estado puro. Es decir, de cuando los artificios cinematográficos brillaban por su ausencia, y el trabajo del cineasta (término aún no empleado entonces) era sobre todo el de un entusiasta y empecinado artesano decidido a dotar de movimiento las estáticas imágenes fotográficas. Me estoy refiriendo al excelente documental galo estrenado en 2017: “¡Lumière! Comienza la aventura”, compuesto y narrado perspicazmente por el actual director general del Festival de cine de Cannes y cinéfilo empedernido, Thierry Frémaux. Un amante del 7º Arte que ha pasado largos años rescatando del olvido las películas realizadas por los hermanos Lumière (Auguste y Louis Lumière) y por sus intrépidos operadores (Alexandre Promio, Francesco Felicetti o Gabriel Veyre entre muchos otros) desde 1895 (año de la invención del cinematógrafo) hasta 1905, momento en el que los geniales inventores lioneses estimaron que su tiempo de dedicación al revolucionario descubrimiento había concluido.

Raoul Peck, activista político y cineasta haitiano, quiso dejar su impronta en la Berlinale del año pasado presentando dos sustanciosas películas de su cosecha: “El joven Karl Marx”, de reciente estreno en el Estado español, y un impactante documental sobre el racismo en Estados Unidos que más tarde sería nominado al Oscar. Y, por supuesto, consiguió su propósito. Tanto con la cinta que describe los años mozos del padre ideológico del comunismo, como con el brillante documento antirracista que no dejó indiferente a nadie. No era para menos, no todos los días les da a los productores capitalistas la vena por financiar proyectos cinematográficos que tratan de la vida y de la obra de “peligrosos revolucionarios” o que hacen añicos el sacrosanto mito del “sueño americano”. Pero es lo que se exhibió entonces en el prestigioso festival germano, y lo que podemos ver hoy en nuestras pantallas. Y no seremos nosotros/as quienes lo deploremos. Muy al contrario,  estamos totalmente convencidos que cuando el cine se ocupa de historias como esas y no de las frivolidades anodinas a las que nos tienen acostumbrados, el extraordinario invento de los Lumière se sitúa en otra dimensión cualitativa. En la del cine fetén: el didáctico y popular.

Como informábamos en diciembre, el día 8 de ese mes La Habana abrió sus puertas a la 39 edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Una manifestación cinematográfica que intenta “conquistar un espacio de visibilidad para la voz y la imagen de América Latina con objeto de impulsar el desarrollo de auténticas cinematografías nacionales frente al monopolio de la distribución norteamericana”, como bien precisa la periodista Graziella Pogolotti en Juventud Rebelde. Pues bien, tras 10 días de proyecciones, conferencias, homenajes y exposiciones, el día 17, en la gala de clausura del Festival, celebrada en la emblemática sala Charles Chaplin de la avenida 23 del Vedado, se conocieron los Premios Coral del festival habanero. En esta ocasión destacaba la participación de Argentina que, ante un público joven, entusiasta y apasionado, recibió cinco premios de envergadura: el Coral al mejor largometraje y a la mejor actriz para la película “Alanis” de la realizadora bonaerense Anahí Berneri y para su intérprete Sofía Gala, ex aequo con Daniela Vega, intérprete de “Una mujer fantástica”, el Coral a la mejor Ópera Prima por “La novia del desierto” de Valeria Pivato y Cecilia Atán, una historia sencilla y sin costumbrismos sobre el inicio a la vida, y los Corales a la mejor dirección y dirección artística para Lucrecia Martel y Renata Pinheiro por el filme “Zama”.

“El domingo 16 de febrero de 1936 la capital aparece con cielo despejado. Desde las primeras horas de la mañana se forman largas colas delante de los colegios electorales. (…) En la Puerta del Sol, frente a Gobernación, una muchedumbre espera, ansiosa, noticias. (…) Al día siguiente se sabe que el Frente Popular ha triunfado. (…) Ha obtenido doscientos cincuenta y siete escaños de un total de cuatrocientos cincuenta y tres, la mayoría absoluta. (…) Los madrileños se echan masivamente a la calle. Las fuerzas de orden público confraternizan con el pueblo”. Así describe el hispanista, Ian Gibson, la victoria frentepopulista en su libro “Luís Buñuel, la forja de un cineasta universal”. Un ambiente de euforia y alegría en el que se cimentaban, gracias a Filmófono, productora y distribuidora cinematográfica creada en 1935 por el empresario vasco Ricardo Urgoiti y por el cineasta de Calanda, las bases de una prometedora industria cinematográfica y de un cine profundamente popular. Es decir, un cine que relegara las españoladas de turno y que, dentro de su propia idiosincrasia, reflejase los avances sociales del régimen republicano.

“Queridos hermanos de Nuestra América: en La Habana, capital de Cuba, iniciamos hoy, 3 de diciembre del año 1978, el primer Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano”. Con estas palabras de inauguración pronunciadas por Alfredo Guevara, gestor y presidente del Festival, comenzaba a hacerse realidad un sueño del cine latinoamericano. Estos días, entre los 8 y 17 de diciembre, la bella ciudad de La Habana se engalana y acoge con el lema “ver para crecer” la 39 edición de un Festival que, en palabras de su actual presidente Iván Giroud, “no es de tránsito sino de afianzamiento”, es decir de consolidación como uno de los eventos  culturales más populares en Cuba.

Las líneas que a continuación siguen no constituyen en si una crítica cinematográfica. Son tan solo la presentación y el reconocimiento de una película sobre los años jóvenes de Karl Marx, el padre ideológico del comunismo. Un simple avant-goût a la espera de su estreno. Se trata, pues, de un filme que en estas semanas se someterá al juicio de los/as espectadores/as españoles/as, que además yo no he visto aún y que, en cualquier caso, viene precedido de un controvertido pase por la Berlinale de este año. Entonces ¿por qué tal prontitud en el comentario?, se preguntarán ustedes. Pues quizás por todas esas razones, pero sobre todo por otras dos que quisiera añadir: una, porque la industria cinematográfica mundial, si bien a veces se ha inspirado en la filosofía de Karl Marx en películas como, por ejemplo, “Tiempos modernos” (1936) de Charles Chaplin, “Espartaco” (1960) de Stanley Kubrick o en general en el cine soviético, jamás ha llevado a la gran pantalla la vida y la obra extraordinarias del genial pensador alemán. Aunque sólo haya sido, como es el caso aquí, examinando sus años más lozanos.

El pasado 13 de agosto falleció en Madrid a la edad de 86 años Basilio Martín Patino, uno de los principales directores enmarcados en el llamado “cine de autor”, es decir, básicamente, en el cine hecho por quien no acepta las presiones y limitaciones impuestas por el cine comercial y obedece a sus propios criterios artísticos.

Martín Patino nació el 29 de octubre de 1930 en Lumbrales (Salamanca) en el seno de una familia católica. Sus padres eran de derechas de toda la vida y sus hermanos, bebiendo en esas fuentes, abrazaron fervorosamente la vida religiosa. Sin embargo, y por extraño que parezca, Martín Patino eligió un camino muy diferente asumiendo posturas anarquistas. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Salamanca, y posteriormente obtuvo el título de director por la Escuela Oficial de Cine de Madrid. Pese a ello no se dedicó al séptimo arte hasta que, tras coquetear con el mundo literario y el de la publicidad, fundó el Cineclub de la Universidad de Salamanca y publicó la revista Cinema Universitario. Corría entonces el año 1953. Y la España franquista y su cine ramplón y casposo estaban en pleno apogeo. “Un cine, según el famoso pentagrama de Juan Antonio Bardem, políticamente ineficaz. Socialmente falso. Intelectualmente ínfimo. Estéticamente nulo. Industrialmente raquítico”.

Harto de ver películas de ficción hechas por glotones capitalistas me dispuse el otro día a indagar en mis archivos de provecto cinéfilo buscando un filme de calidad que, a excepción del cine soviético, fuera producto exclusivo de los/as trabajadores/as, es decir que hubiese sido escrito, producido, interpretado y dirigido por currantes o por cineastas que defendieran sus luchas y reivindicaciones, y así, rebuscando afanosamente, me topé de pronto con un absoluto monumento (sí, sí, mido mis palabras), un hito en esto del cine: “La Marsellesa”, realizada en Francia en 1938 durante el Frente Popular por el gran director galo Jean Renoir (1894-1979), y financiada - algo insólito entonces - por suscripción pública, el sindicato CGT y el gobierno frentepopulista. Vamos una joya del 7º Arte que yo ya había visto en los años 1980 en un cine del Barrio Latino de París con motivo del Bicentenario de la Revolución Francesa, pero que mi memoria puñetera había olvidado con el paso del tiempo.

El cine español entra en crisis en el siglo XXI . Quedaba lejos “El milagro de P-Tinto” de los hermanos Fesser o “La Comunidad” de Alex de La Iglesia. El grupo Prisa con su control de prensa, medios audiovisuales, aparato editorial y su mecenazgo cinematográfico, al igual que Antena 3, se disputaban el patrocinio en el cine, especialmente se disputaban el mercado de la risa fácil. Por otro lado el efecto Almodóvar se iba desinflando hasta llegar a la decadencia. La decrepitud del cine español, una especie de epitafio, nos lleva a las películas supertaquilleras de los “los apellidos vascos” y ya el colmo del hartazgo con “los apellidos catalanes”.

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