La historia no tiene un sentido determinado, ni en un plano teológico ni en sus ritmos. Existe lo que el filósofo francés Daniel Bensaid llama la discordancia del tiempo, diferentes temporalidades con diferentes lógicas.

Karl Marx, retomando a Charles Fourier, hablaba de feudalismo industrial para referirse a las grandes concentraciones financieras que eliminaban la competencia y organizaban de forma altamente monopolística a las diferentes ramas de la industria. Y Jürgen Habermas hablaba en el ámbito de la filosofía política de refeudalización de la esfera pública, es decir, que la ausencia de la autonomía de los agentes conducía a la ausencia de una esfera pública, a su atrofia, lo que desembocaba en una refeudalización. El feudalismo no es un retorno a formas individualizadas de producción. Durand describe así una forma extrema de socialización del trabajo que adopta una característica particular: la monopolización de lo que llama la gleba digital. El paralelismo con el sistema feudal surge cuando vemos que la lógica de la producción es desplazada por la de depredación, que si en tiempos feudales estaba estrictamente vinculada al control de la tierra, hoy de lo que se trata es de monopolizar el conocimiento. En términos generales esto incluye los datos, los algoritmos, las infraestructuras necesarias para operar (incluidos los elementos físicos tales como los centros de datos, cables, etc.) y las competencias necesarias para organizarlo todo. Se trata de una cierta monopolización de estas herramientas que no son medios de producción en el sentido tradicional del término, sino medios de coordinación (la cacareada 4ª revolución industrial tiene mucho que ver con esto), y el conjunto de la coordinación social, ya sea de relaciones entre individuos, de empresas productivas o de Estados, depende del acceso a recursos que están extremadamente concentrados.

Esta concentración se explica por razones muy simples: en primer lugar, para producir estos recursos se requieren economías de escala extraordinarias; las fuentes originales de datos -los primeros puntos de recogida- son extremadamente raras y quienes lograron capturar esos puntos de acceso a los datos se posicionaron como un monopolio. En segundo lugar, existe una dinámica de costos propia del mundo de la información, lo que implica que una vez que se ha creado una base de datos, un algoritmo o un servicio digital, los costos de explotación son continuamente decrecientes, siendo el coste marginal prácticamente nulo. La combinación de estos dos elementos genera una tendencia hacia una monopolización extremadamente fuerte.

Es a fines de los 90 y principios del 2000 cuando el relato de Silicon Valley se impone como discurso económico dominante, coincidiendo con las primeras grandes crisis financieras en los países del Sur que empiezan a sacudir seriamente lo que se suponía era el novedoso gran proyecto del neoliberalismo: la apertura total de los mercados de capitales. Silicon Valley nos dice: “ok, no se trata solo de abrir el mercado, sino de generar las condiciones necesarias para la innovación. Las nuevas empresas no son como las de antes”. Entonces, la regeneración del tejido productivo de startups, que eventualmente se convierten en grandes empresas, cerraría el círculo virtuoso de un proceso de destrucción creativa muy schumpeteriano. Es básicamente lo mismo que el neoliberalismo, pero con un añadido clave: el endurecimiento de la propiedad intelectual para proteger a los innovadores y ¿Qué implica esto?: Primero, fortalecer las rentas asociadas a la propiedad intelectual. Segundo, reducir los impuestos sobre el capital, ya que se considera que este remunera fundamentalmente la innovación y el emprendimiento.

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