Brasil está atravesando una profunda e incierta crisis política que afecta seriamente a la capacidad de la burguesía brasileña para generar los consensos sociales necesarios que hagan posible la aplicación de medidas, que permitan remontar la crisis capitalista que afronta.

Brasil, en el contexto económico que sus relaciones internacionales establecieron en el mercado internacional, en función de la división internacional del trabajo, generó un ciclo económico al alza a través de la constante subida de los precios de las materias de exportación agrícolas-industriales. Esa alza económica permitió la generación de los consensos sociales necesarios para que el reformismo político, representado por el gobierno de Lula del Partido de los Trabajadores, llevara a cabo, por un lado las tareas de gobierno, librándose en ese periodo de la hegemonía política de la derecha brasileña ligada a los intereses del capital transnacional. Y, al mismo tiempo, el lulismo permitió, en función del cúmulo de capitales creciente en Brasil, llevar a cabo una política redistributiva, que favoreció la base social del PT a través de programas sociales contra el hambre severa y unas políticas de ayudas frente a las necesidades más perentorias de los sectores populares. Aún así, el lulismo ni transformó en profundidad las relaciones económicas, ni las fuerzas sociales dominantes en la sociedad brasileña, sino, por el contrario, favoreció la expansión del capital agrícola-industrial ligado a las estructuras terratenientes. De tal manera que no hubo reforma agraria integral, reivindicación histórica del campesinado popular brasileño y se profundizó en las políticas de ajuste neoliberales. Hay que recordar que en el 2004 se procedió a militarizar las favelas por parte del gobierno petista.

Ese ciclo expansivo del capital favoreció y dio lugar al desarrollo de las condiciones para la creación de toda una red clientelar y corrupta que envolvió toda la gestión política del gobierno y altos cargos del PT, fundamentalmente, a través de la empresa petrolífera PETROBRAS. De esa época viene la causa penal contra el expresidente Lula. El 12 de Julio de 2017, en el marco de la operación Lava Jato, Sergio Moro condenó a Lula a nueve años y medio de prisión por corrupción y lavado de dinero. La constructora OAS le habría entregado un triplex en el balneario de Guarujá como soborno por haberla favorecido en contratos con Petrobras durante el período de su gobierno (2003-2010). Si bien, la defensa del líder del Partido de los Trabajadores (PT) apeló el fallo, en enero de este año el tribunal de segunda instancia ratificó la sentencia y aumentó la pena. Frente a esta situación, Lula demandó un habeas corpus para conservar su libertad hasta que se agoten todas las instancias de apelación. No obstante, por 6 votos contra 5, el Supremo Tribunal Federal, finalmente decidió rechazar el pedido y, horas más tarde, Moro solicitó la orden de detención del líder del PT. Cabe aclarar, que esta no era la única causa abierta contra Lula. Además del caso mencionado, el expresidente afronta al menos otros seis juicios ligados a la operación Lavo Jato, en los que se le acusa de corrupción, lavado de activos y obstrucción de la Justicia.

La burguesía brasileña necesita impulsar las medidas de ajuste económico que llevan aparejadas un ataque a las posiciones conquistadas por la clase obrera del país. Esas medidas tienen necesariamente que contar con la creación de los consensos precisos para evitar los costes políticos y el aumento de la resistencia de la clase obrera a esas medidas. La clase obrera brasileña y los sectores populares han protagonizado recientemente una serie de movilizaciones sociales muy intensas contra la corrupción generalizada y contra las políticas de reajuste del capital. Ello implica, que la burguesía necesita de un político que gestione sus intereses de clase desde una perspectiva libre de la sospecha de corrupción. De ahí que Lula ni los dirigentes del PT les sirva a estos propósitos. Además, cuentan con el hándicap de que la base social del PT, movilizada en torno a una política progresista de defensa de los derechos democráticos y populares, pueda presionar a los dirigentes petistas.

En estas condiciones históricas hacen que la burguesía y ciertos sectores de la misma, especialmente los ligados al mercado interior y a las políticas industrialistas y proteccionistas, se inclinen a una salida bonapartista y populista. Por su parte, la posición adoptada por las cámaras patronales ha sido diferente. La Federación de Industrias del Estado de São Paulo (FIESP), que se había mostrado favorable al proceso que desplazó a Dilma Rousseff, ha venido apoyando las medidas que se implementaron durante el gobierno de Michel Temer, como el congelamiento del gasto púbico, la reforma de las leyes laborales y la reforma política. Ahora bien, este apoyo está lejos de ser incondicional. El respaldo de la FIESP depende de la capacidad que tenga Temer para seguir avanzado con las medidas de ajuste. En este sentido, la entidad empresarial no dejó de manifestar su preocupación para que se apruebe la reforma del sistema previsional. Además, ha rechazado abiertamente aquellos aspectos en los que no está de acuerdo con el actual gobierno, como las altas tasas de interés o los aumentos de impuesto. La posición de la Confederación Nacional de Industria (CNI) es más o menos similar. Su principal interés es que se profundicen las medidas de ajuste, al margen del gobierno las impulse. Por último, la Confederação da Agricultura e Pecuária do Brasil (CNA), que también respalda las medidas de ajuste, se ha manifestado a favor de la condena contra Lula. La postura adoptada por el conjunto burguesía brasileña pone en evidencia que su principal preocupación es que se profundice el ajuste en contra de la clase obrera. En este sentido, intentan lidiar con un sistema político en descomposición. Por el momento, lo más importante para ellos son las reformas.

El personal político brasileño se encuentra frente a un callejón sin salida. En un escenario signado por el enorme cuestionamiento al régimen, la burguesía exige la profundización del ajuste y una solución a la crisis política. El problema es que si se libera a Lula, se abre la puerta para la salida de casi todos los corruptos ya encarcelados. Con lo cual, el Lava Jato queda liquidado y, con ello, toda la operación de contención de la ira popular pero, si lo encarcela, pierde un candidato para polarizar. La salida de este atolladero dependerá, pues, de varios factores. El principal, es la capacidad de la clase obrera para pasar al frente. De no ser así, tarde o temprano la burguesía encontrará una salida. En el último año, las protestas han entrado en reflujo, lo cual permitió que Temer se mantenga en el poder. A pesar de que durante esta semana volvieron a tener lugar algunas movilizaciones exigiendo la prisión de Lula, las luchas no han recobrado la magnitud que tuvieron previamente.

En este contexto, el juez federal Sergio Moro, uno de los principales responsables del desarrollo de la Operación Lava Jato, se perfila como un posible líder político, como el representante de una salida bonapartista frente de la crisis. En efecto, en las masivas movilizaciones en contra de la corrupción se ha observado un importante apoyo al juez, a la vez que la prensa lo presenta como una suerte de héroe nacional.

Frente a este panorama, la izquierda revolucionaria debe intervenir de forma independiente en la crisis y debe exigir la cárcel para todos. No hay que desestimar la fuerza de la clase obrera brasileña, que ha protagonizado enormes protestas en contra de corruptos que la estafan y que atacan sus condiciones de vida.

V. Lucas

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