No es mi intención provocar poniendo este título un tanto enigmático al presente artículo. Confieso, sin embargo, que mi conocimiento sobre los BRICS y sus postulados era hasta ahora bastante elemental. Casi primario, diría yo algo abochornado. Apenas los países que los componen, alguna que otra llamativa declaración de sus principales líderes, las diferentes cumbres internacionales que ya han tenido lugar y pare usted de contar. Claro que a ese desconocimiento supino ha colaborado muy eficientemente la escasa y distorsionada información dada al respecto en Occidente. Ha sido la participación de Cuba, con su presidente Miguel Díaz-Canel al frente, en representación del G77+China en la XV Cumbre de los BRICS celebrada en Johannesburgo (Sudáfrica) entre los días 22 y 24 de agosto bajo el lema: “BRICS y África: Asociación para un crecimiento mutuamente acelerado, desarrollo sostenible y multilateralismo inclusivo”, la que, como siempre me ocurre con la querida patria de Fidel, ha despertado en mí un vivo interés por el asunto.

“Una transformación histórica”

Allí, en aquella ciudad sudafricana, en la que se encuentra el municipio de Soweto, histórico bastión de la lucha antiapartheid, Rodolfo Benítez Verson, director general de Asuntos Multilaterales y Derecho Internacional del Ministerio de Relaciones Exteriores cubano, entrevistado por el diario Granma sobre qué son los BRICS, cómo surgieron y qué papel han ido desempeñando desde su fundación en el concierto internacional, tanto en lo económico como en lo político, respondía que “la agrupación conocida como BRICS se creó en 2006 por Brasil, Rusia, la India y China. Sudáfrica se incorporó en 2011. Componiendo el singular acrónimo las iniciales de sus cinco miembros actuales. La primera reunión formal de jefes de Estado y de Gobierno de los BRICS tuvo lugar en 2009, en Rusia. Desde entonces se han realizado un total de 14 cumbres, con una frecuencia anual. (…)

Cuando Fidel Castro visitó Chile en olor de multitudes entre noviembre y diciembre de 1971, el líder de la Revolución Cubana transmitió al presidente socialista Salvador Allende, su anfitrión durante tres semanas de numerosos encuentros e intenso trabajo, que él no confiaba en “la revolución de la empanada y el vino tiento”, pues – precisó - para pasar del capitalismo al socialismo, “la única vía son las armas”. Afirmaba esto el carismático guerrillero de la Sierra Maestra, por los peligros que acechaban ya a las importantes reformas económicas y políticas que el Gobierno de la Unidad Popular había puesto en marcha, o pretendía llevar a cabo en el futuro. Unos cambios que, en muchos casos, podían encontrar la resistencia de la oligarquía chilena y del imperialismo yanqui, siempre agazapado y escudriñando con lupa cualquier movimiento del Ejecutivo chileno. Por ejemplo, la nacionalización del cobre (entonces en manos de las empresas norteamericanas Kennecott y Anaconda), la estatización de la Banca, la nacionalización de las empresas estratégicas para la economía del país andino, o la profundización de la Reforma Agraria. Sin embargo, Allende discrepó de la opinión de Fidel y replicó convencido que en Chile el tránsito del sistema capitalista al socialista se haría “pacífica y democráticamente”, es decir a través de lo que se dio a llamar la “vía chilena al socialismo”. Así pues, una divergencia política de gran calado surgió en aquel histórico encuentro respecto a la construcción del socialismo: la revolucionaria, ya emprendida en Cuba y en otros países del mundo, y la del mandatario chileno de desarrollarlo por los medios electorales.

Qué tremenda tomadura de pelo el asunto de los podemitas y su ilusoria alternativa política a la izquierda del PSOE. Estos oportunistas empedernidos no pregonaron nunca el “fin de la historia”, como en su día la pronosticó el maquiavélico politólogo al servicio del imperio yanqui Francis Fukuyama. Los podemitas desde el principio fueron más taimados e insidiosos. Ellos no ponían en duda la marcha imparable de la Historia. Lo que el mediatizado Movimiento 15M (15 de mayo de 2011) defendía con tesón y cinismo inusitados, a menos que yo me lie con tanta posmodernidad y otras zarandajas, era que desde la desaparición de la URSS el combate revolucionario de los/as comunistas por el socialismo había periclitado. ¡Kaput, finito! Lo que predomina ahora – decían más contentos que unas pascuas -  era “asaltar los cielos” y acabar con “la casta” que gestiona el capitalismo en beneficio de unos pocos, pero despacito y con calma. Así, insinuaban los tunantes, en un “capitalismo humano” (¿?) conseguiremos “avanzar en derechos para la ciudadanía”. Y el personal, que con el apoyo inestimable de los medios de comunicación burgueses llenó calles y plazas: jóvenes y menos jóvenes, trabajadores/as y estudiantes, hombres y mujeres del corrupto reino borbónico, etc., se lo creyó a pies juntillas. Y el tinglado funcionó al fin, pues el 7 de enero de 2020 se formó el Segundo Gobierno de Pedro Sánchez, esta vez entre el PSOE y Unidas Podemos. Nacía así, afirmó el Ejecutivo a boca llena, “el Gobierno más de izquierdas desde la II República”. Los asaltantes de cielos iban a demostrar a partir de entonces qué era la cuadratura del círculo: una sarta de mentiras y cuentos para quien quisiera creerlos. Los podemitas y Cía. han conseguido durante su estancia en el poder burgués lo que el capitalismo y el imperialismo yanqui han querido concederles. Migajas, eso sí, cacareadas a bombo y platillo. A cambio se han tragado sapos como castillos: la implicación española en el conflicto armado entre la OTAN y Rusia por Ucrania interpuesta; la prórroga del convenio de las bases militares yanquis de Rota y Morón; el asesinato impune de más 70 inmigrantes subsaharianos en la valla de Melilla; la renuncia cobarde de España respecto al derecho a la autodeterminación del Sáhara Occidental; la exención del pago del IBI para todas las confesiones religiosas; la pérdida constante del poder adquisitivo de activos y jubilados, etc.

La opción revolucionaria

¿Recordáis aquella frase famosa, “mañana será demasiado tarde”, pronunciada por Fidel Castro en un encuentro internacional celebrado en Brasil hace algunos años? ¿No?, pues reconstituyamos aquel momento histórico. Fue el 12 de junio de 1992 en Río de Janeiro, durante una Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo. En aquella importante cita el dirigente cubano debía pronunciar el célebre discurso en el que denunciaría sin pelos en la lengua al sistema de producción capitalista como el verdadero causante de la terrible emergencia medioambiental que ya, en aquellos años, era más que evidente. No cabía la menor duda, aquel día se respiraba el ambiente exultante de las grandes ocasiones. Las delegaciones de los países allí presentes esperaban la llegada del mítico barbudo de la Sierra Maestra expectantes e impacientes. Súbitamente, majestuoso e impecablemente vestido con su uniforme verde olivo, apareció Fidel en medio de los absortos asistentes. Con pasos de gigante y seguro de sí mismo se aproximó hasta el funcional atril instalado en la magna tribuna. Entonces, con la parsimonia del que domina totalmente la situación, Fidel Castro sacó del bolsillo interior de su chaqueta varios folios mecanografiados que dispuso cuidadosamente sobre el soporte de madera, y mirando atenta y fijamente al numeroso auditorio inició su esperado discurso. A veces, y pese al quebranto de su voz, la entonación se hacía más o menos intensa según la importancia de la denuncia desvelada, pero constantemente su poder de seducción se dejaba sentir a diestro y siniestro.

Los que están de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte, los pájaros de mal agüero, los sepultureros de la Historia y un extenso etcétera de cantamañanas de la misma estofa deben haberse mordido los dedos estas últimas semanas viendo por la tele (a cuentagotas y sesgadamente, como el capitalismo manda) la lucha ejemplar de la clase obrera francesa contra la injusta reforma de las pensiones que el Gobierno galo y el Medef (la patronal del país vecino) quieren imponerle a sangre y fuego. Una verdadera contrarreforma de las pensiones planeada por el maquiavélico y narcisista presidente, Emmanuel Macron, que ha hecho de ella un affaire personal y que prevé, entre otras sibilinas exigencias, retrasar de 62 a 64 años la edad de jubilación y ampliar el periodo de cotización de 41 a 43 años, pero que, al mismo tiempo, ha encontrado muy a pesar suyo una tenaz resistencia popular. Un combate que, organizado por una Intersindical integrada por las organizaciones sindicales mayoritarias francesas, ha conseguido desde el 19 de enero, es decir desde hace más de tres meses, movilizar permanentemente a millones de trabajadores; proclamar huelgas prorrogables en numerosos sectores laborales públicos y privados; ocupar fábricas y empresas y, como colofón, lograr la solidaridad activa de los estudiantes y, en general, la de una juventud que ve su futuro más negro que boca de lobo. Por tanto una situación política y social que, tras la aprobación de la controvertida contrarreforma por decreto y sin debate parlamentario, ha estimulado a la clase obrera convirtiéndola en protagonista incuestionable de la confrontación con el poder burgués. Consciente, además, de que lo que está en juego es la privatización de los servicios públicos aún existentes: la jubilación, la sanidad y la educación.

En su libro El siglo de la revolución, el reconocido historiador catalán Josep Fontana (Barcelona, 1931-2018) explica que tras la proclamación de la Segunda República española el 14 de abril de 1931 “como consecuencia del triunfo de los republicanos en unas elecciones municipales que obligaron a marchar al exilio al rey Alfonso XIII, desacreditado por su complicidad con los siete años de gobierno de la dictadura del general Primo de Rivera (1923-1930), el gobierno republicano inició una política reformista moderada que tuvo la virtud de evitar las peores consecuencias de la crisis económica mundial con una actuación que mejoró los salarios y permitió mantener los niveles de consumo. Pero esta deriva a la izquierda, por moderada que fuese, le situó a contracorriente de la evolución mundial y le costó la hostilidad de una diplomacia internacional que veía en cada giro a la izquierda la amenaza del bolchevismo”. Una conminación que, como el fantasma del Manifiesto del Partido Comunista, recorrió y recorre todavía Europa pese a las reiteradas muertes anunciadas por la codiciosa burguesía. Por eso, aquella diplomacia internacional, recalcitrantemente anticomunista, decidió laisser-faire cuando después del fracaso del bienio negro (periodo en el que la derecha fascistoide española gobernó el país, de noviembre de 1933 hasta febrero de 1936) y de la victoria del Frente Popular, precisamente el 16 de febrero de 1936, la oligarquía española organizó con los militares fascistas la intentona golpista que desembocó en la sangrienta Guerra Civil española (1936-39), o cuando las potencias fascistas (la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini) bombardearon indiscriminadamente las poblaciones civiles de Barcelona y Guernica. Peor aún, cuando tras la derrotada la II República, las principales potencias capitalistas (EE.UU. al frente, pero también Inglaterra y Francia) pasaron de aquel “dejar hacer” a apuntalar la represora dictadura franquista.

Foto tomada de @academiaplay

La Historia no la hace Hollywood ni la redactan sus guionistas por muy ingeniosos que sean. Ejemplos hay y han habido. La Historia la hacen y la escriben los pueblos con su  lucha y con su sangre, y a ellos debieran revertir todos los vítores y honores. ¡Así de claro! Lo demás, las elucubraciones y masturbaciones intelectuales de la burguesía en sus estúpidos y embrutecedores medios de comunicación, es marear la perdiz hasta aturdirla para sembrar dudas en los pueblos del mundo capitalista e intentar hurtarles su potencial capacidad revolucionaria ocultando, negando o tergiversando lo que es incuestionable y evidente en los hechos. Y eso es lo que ha ocurrido hace unas semanas con la celebración en Moscú del 80 aniversario de la gloriosa victoria del pueblo soviético y de su Ejército Rojo sobre los invasores nazis y sus aliados del Eje en la heroica Batalla de Stalingrado (23 de agosto 1942 – 2 de febrero 1943). Aquel Stalingrado al que el inmortal poeta comunista (¡Sí, sí, comunista!) Pablo Neruda cantó conmocionado en su magistral y estremecedor poema “Nuevo canto de amor a Stalingrado”: “Los que España quemaron y rompieron / dejando el corazón encadenado / de esa madre de encinos y guerreros, / se pudren a tus pies, Stalingrado”.

Legendaria batalla

Una batalla que cambió radicalmente el curso de la cruenta Segunda Guerra Mundial (70 millones de víctimas mortales entre 1939 y 1945, 27 millones de ellas soviéticas) al demostrar,

“¡América para los americanos!” (de Estados Unidos, claro), vociferó el quinto presidente estadounidense, James Monroe, en los albores del siglo XIX mientras blandía enfervorizado su homónima doctrina imperialista. Su maquiavélico propósito y el de la casta que representaba, surgida de la implantación de trece colonias británicas en la costa este de América del Norte: impedir cualquier intento colonial europeo del hemisferio americano, para que éste fuese propiedad exclusiva de los descendientes potentados de los “peregrinos” del Mayflower. Después, cuando concluyó la formación de la nación yanqui en 1877 a base de genocidios, invasiones, usurpación de inmensos territorios y el traslado en barcos negreros de millones de personas esclavizadas desde África a las plantaciones algodoneras del sur norteamericano, se acuñó el vejatorio concepto “patio trasero de Estados Unidos” para designar la zona de influencia y dominación del imperio USA, especialmente en América Latina y el Caribe. Así, cada vez que desde la debacle del colonialismo español y portugués (1898, 1822) algún país latinoamericano ha querido construir su futuro libremente adoptando posicionamientos políticos o económicos distintos a lo previsto por el Tío Sam, éste, alegando pretextos falaces, ha intervenido directa o indirectamente procurando hacer abortar el intento. Numerosos y sangrientos ejemplos: Puerto Rico (1898), Cuba (1898, 1961), Panamá (1903, 1908, 1989), Nicaragua (1926), México (1846), Haití (2004), República Dominicana (1930), Honduras (2009), Argentina (1975), Chile (1973), Brasil (1964), Guatemala (1966), Venezuela (2002), Bolivia (2008), Granada (1983), Ecuador (2010), etc., etc., ratifican vilmente lo que escribo y denuncio. Y así hasta nuestros días.

 

Menuda jeta se le puso el otro día a la ministra de defensa, María Margarita Robles, durante la rueda de prensa que dio en Odesa (Ucrania) al lado de su homólogo ucraniano, un tal Réznikov. Sí, con la cabeza sobresaliendo apenas unos veinte centímetros del borde de la mesa, tenía el careto de los malos días: el rictus más tieso que la piel de un conejo secada al sol, los ojos saltones como los de un búho mosqueado y el morrillo resueltamente retador. Decía en aquel momento la castrense señora, agitando airadamente las manos, que lo que tenía que quedar más claro que el agua, a propósito de las “cartas” y los “paquetes bombas” enviados al presidente del Gobierno español y a las embajadas de algunos países pertenecientes a la OTAN (Estados Unidos al frente), es que “ninguno de estos envíos, ni ninguna otra actuación violenta, va a cambiar el compromiso claro y firme de España con los países de la OTAN y de la Unión Europea de apoyar a Ucrania, porque Ucrania está defendiendo una causa justa”. Deduciéndose que, si se trata de una “causa justa”, la ministra de la guerra del gobierno “más a la izquierda de la historia de España”, estará donde haga falta para defenderla, cueste lo que cueste. Y tiene mucha razón María Margarita. ¡Claro que sí! Sin embargo, el problema en el caso del conflicto ucraniano radica en saber si se trata realmente de una “causa justa”, como sentencia la buena señora sin titubear, o si más bien es una guerra imperialista con Ucrania interpuesta, e inscrito en una crisis global del decrépito capitalismo.

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