Desde finales del siglo XIX Barcelona fue uno de los focos insurgentes más activos de la península, ya que la industrialización catalana había dado lugar en la España de la Restauración a una burguesía floreciente y a un proletariado sin soluciones políticas donde las flagrantes diferencias sociales entre clases darían lugar a la propagación de idearios de índole revolucionaria. Barcelona estaba además especialmente sensibilizada respecto a los abusos del poder en tanto que escenario de las idas y vueltas de soldados a los conflictos de finales de siglo en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, que representaron una auténtica sangría y que se saldaron con la pérdida de las colonias. Consecuencia de esta derrota fue un ejército hipertrofiado: un oficial cada ocho hombres, un general cada cien; ejército descontento con el poder civil y sus compatriotas que consumía la mayor parte del presupuesto nacional. En el terreno económico la situación era peor. La pérdida de Cuba y Filipinas representó la desaparición del principal mercado para las exportaciones e importaciones y planteaba un difícil reto para las grandes fortunas que, sobre todo en Barcelona, habían crecido a la interesada sombra de un sistema convenientemente proteccionista. En aquellos años de ferviente colonialismo la carecía de colonias equivalía a no tener mercados.
Tras la Conferencia de Algeciras a España le correspondió, en el reparto de África por las potencias europeas, la “tutela” de la zona septentrional de Marruecos. Poco a poco se fue fraguando la idea de que los recursos, sobre todo mineros, de las tierras del Rif marroquí podían ser el sucedáneo de las pérdidas económicas y territoriales en ultramar. La defensa de estas empresas mineras, cuyos intereses estaban directamente vinculados a relevantes personajes políticos, como el conde de Romanones y al propio rey Alfonso XIII, llevó al Gobierno de Maura a ordenar el embarque en Barcelona de unos reservistas en el verano de 1909 ante el acoso de las tribus rebeldes del Rif a las tropas del Protectorado y el desastre del Barranco del Lobo, donde cayeron muertos 150 soldados españoles y varios centenares resultaron heridos.
Las protestas ante esta orden respondían a un sistema que enviaba a combatir a los más pobres, pues los hijos de la burguesía podían librarse del servicio pagando una cuota, desembocaron en una gran huelga general convocada por Solidaridad Obrera el 26 de julio.
Ese día los piquetes tratan de detener los tranvías y paralizar la actividad comercial mientras que la Capitanía General de Cataluña proclama el estado de guerra. La disolución a tiros de una manifestación encabezada por mujeres y niños es la mecha que prende el fuego de la revolución entre el 26 de julio y el 2 de agosto. Se quemaron conventos, iglesias y otros edificios religiosos pero en cambio ni representantes ni inmuebles relacionados con los intereses de los poderosos sufrieron agresión alguna. La principal causa del auge del anticlericalismo, especialmente entre la población urbana y las clases obreras, era la escasa sensibilidad social de la Iglesia ante el problema de la lucha de clases. La encíclica Rerum Novarum, por ejemplo, promulgada por el papa León XIII en 1891, recogía aseveraciones como esta: “Pretender la igualdad entre los hombres, tal como la entiende el socialismo, es el mayor de los absurdos. Los hombres no pueden ser iguales”.
La Semana Trágica hizo saltar en pedazos el experimento político de las élites españolas de la Restauración borbónica diseñado desde Madrid que había ignorado tanto a los cada vez más pujantes nacionalismos periféricos como a un movimiento obrero que florecía en las ciudades industriales, donde mediante el “turnismo” los dos partidos principales representaban los intereses de una élite entregada a la Iglesia católica y al caciquismo, ajena al descontento social. La durísima y desproporcionada represión que siguió a la Semana Trágica, donde más de 1.500 personas fueron arrestadas y se ejecutaron cuatro condenas a muerte, entre ellas la de Francesc Ferrer i Guardia, director de la Escuela Moderna, generó una ola de protestas internacionales que no hizo sino aumentar el desprestigio de España en el exterior y debilitando la figura de Alfonso XIII, incapaz de entender el país sobre el que reinaba y que, como su abuela Isabel II, acabaría sus días en el exilio.
Marcos M. Rodríguez Pestana