Humanidad y comunicación van siempre juntos. Somos seres obligados a fabricar para poder subsistir y por eso la historia humana es la historia de su capacidad productiva o, mejor dicho, el conflicto entre la producción y la forma en que se produce. Ahora bien, junto con las manos con las que siempre hemos trabajado, disponemos de la voz con la que nombrar, organizar, repartir, dar órdenes o maldecir. Toda forma de producir ha llevado aparejada una forma de comunicar, desde las pinturas de las cavernas, pasando por los frescos de las catedrales, luego la imprenta y llegando hasta los medios de comunicación de masas del siglo XX. La comunicación ha creado orden, el mensaje posibilita la audiencia a la vez que la controla. Así, el poder necesita del relato con el que enmascarar sus formas de dominación, pero, a día de hoy, más de uno se aventura a pensar que la actual comunicación en redes nos libera del poder de un solo emisor, ahora todo el mundo emite y recibe los mensajes que desea. ¿Hemos llegado entonces a la disolución de las formas históricas de dominación, al fin de la hegemonía o, por el contrario, a su forma más refinada?

Disponer de un espacio donde facilitar el entendimiento mediante el debate es una cosa, y otra bien distinta es disponer de un espacio donde expresar lo que se quiera, anónimamente o no. Lo primero es una fórmula que siempre manejan aquellas entidades que tienen poder, lo segundo puede parecer edificante, pero en realidad es una forma de controlar la expresión, de homogeneizar todo mensaje al situarlos en un mismo contexto, de manera que celebraciones, protestas, recuerdos, quejas, declaraciones de amor y cualquier otra cosa, se hacen random, forma aleatoria de mostrar cosas que a fuerza de mezclarlo todo ya se emplea casi como sinónimo de raro. Tener libertad para expresar las contradicciones sociales en un espacio en lo que todo se puede expresar neutraliza su mensaje, su causa sigue estando ahí, pero su definición se ahoga entre los millones de mensajes que circulan en las redes.

Sin embargo, la cosa no acaba ahí. En el espacio donde expresar lo que se quiera, el tránsito de mensajes exige de algún tipo de orden, como una especie de acomodador que te ponga en el sitio más idóneo en función de tu mensaje. Así, progresivamente, se van creando realidades comunicativas cada vez más independientes y ajenas entre sí, los mensajes se agrupan y concentran en torno a unas claves en común, disminuye la difusión y se induce la resonancia y la disonancia cognitiva, se tiene la sensación de que mi mensaje tiene más amplitud de la que realmente tiene y, a su vez, los mensajes diferentes al mío producen extrañeza y rechazo.

Además, este acomodador no es realmente neutral, no observa y cataloga, lo hace en función de una jerarquía de códigos y unos mensajes son puestos allí donde se pueden oír mejor y más claramente. Rápidamente, una realidad comunicativa va adquiriendo mayores dimensiones a la par que otras realidades comunicativas se vuelven más marginales. Llegados a este punto dos personas podrían vivir en la misma ciudad, trabajar en lo mismo, con el mismo salario y las mismas dificultades para llegar a fin de mes y, sin embargo, manejar mensajes con significados totalmente extraños entre sí. De repente, las palabras política, capitalismo, trabajo, extranjero o derechos, entre otras muchas, significarán cosas distintas y, sobre todo, mis significados me llegan amplificados y los significados ajenos me producen rechazo.

Todo esto es el poder del algoritmo, un prodigio técnico capaz de estructurar la información y cambiar los hábitos cognitivos y, sin embargo, aun con todo, en las redes nos siguen censurando. La verdad es siempre revolucionaria.

Eduardo Uvedoble

uyl_logo40a.png