Desde el siglo XVII París es conocida como la Ciudad de la Luz; en primer lugar porque fue la primera capital del mundo con alumbrado público, más tarde, durante el Siglo de las Luces (siglo XVIII) inspirador de la Revolución Francesa, porque sus enseñanzas científicas, políticas, literarias y filosóficas (Rousseau, Voltaire, Newton , Diderot y otros) marcaron una ruptura definitiva con el oscurantismo de la Edad Media y, finalmente, porque en el siglo XIX París recibió un sistema de alumbrado basado en el gas. En la actualidad, la legendaria Luz de la que hablamos aquí (material o filosófica) se debilita a pasos agigantados, en un sistema de producción capitalista inicuo desde el punto de vista económico y social, caduco desde el punto de vista político y decadente desde el punto de vista cultural e histórico. Tanto es así, que tras no haber pisado suelo parisino desde hacía tres años, hoy, en mi deseado reencuentro con la mítica ciudad (en la que he vivido más de tres décadas), constato sobrecogido una terrible mutación sociológica y la propagación de la miseria hasta las mismas puertas de la burguesía. Por ejemplo, al lado de la obscena opulencia de los Campos Elíseos, en manos de las multinacionales del comercio más sofisticado y del turismo internacional, la pobreza más extrema extendiéndose como reguero de pólvora por la Plaza de la República, Montparnasse o Pigalle, donde familias enteras de inmigrantes (eslavos, norteafricanos, asiáticos, etc.) yacen en las aceras o en los pasillos del metro, mendigando para sobrevivir.

Escenas dantescas que se repiten diariamente como consecuencia de la profunda crisis económica, política, social, cultural y medio ambiental que sufre Francia, y que durante mi estancia en París se ha materializado en importantes movilizaciones de la clase obrera en todo el territorio nacional, por el aumento de los salarios y contra la carestía de la vida. Un fuerte pulso entre una intransigente patronal (pública y privada) y un movimiento obrero que, consciente de lo que está en juego, ha dicho basta y se ha echado a andar.

La única alternativa

¿Quién lo iba a decir, Monsieur Macron? Tanta miseria, desigualdad e injusticia social viniendo de un gobierno y un país que no cesan de mostrarse en ejemplos y aleccionar a medio mundo: Ucrania-Rusia, China, Cuba, Venezuela, Unión Europea y "tutti quanti". Vivir para ver. Más le valdría adorarse menos el ombligo y barrer con esmero su propia casa. Aunque mucho temo que no pueda limpiar tanta mierda apilada. Y es que el capitalismo, panacea de todo buen explotador, la genera natural y permanentemente. Y esto pese a los atajos y parches que unos y otros quieran emprender o poner para intentar evitarlo. Por todo ello - no lo duden - más pronto que tarde (la enfermedad es crónica), las sombras eclipsarán las pretendidas luces del sistema capitalista (el individualismo, el mercado libre, la propiedad privada, el lucro), y, lo quieran o no, la única alternativa posible y real (el socialismo-comunismo) aparecerá ante nuestros ojos como la lógica evolución dialéctica de la sociedad actual. Una alternativa, pues, que acabará de una vez por todas con la causa de todos los males que sufren la clase trabajadora y otras capas populares. Las mismas que hoy son expulsadas de la metrópoli francesa a su desamparada periferia por voraces intereses económicos. Porque de no ser así, el capitalismo no solo destruirá a la humanidad sino también al planeta. Síntomas claros de ese posible desastre no faltan. Los vemos cada día. La Francia actual y ¿La Ciudad de la Luz? son buenos ejemplos.

José L. Quirante

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