Combatir a la democracia burguesa es insuficiente si no se opone un programa para la democracia revolucionaria en la cual la voluntad popular no se agote en lo cuantitativo, en la cual la igualdad no se agote en lo discursivo, en la cual la transformación no se agote en las superficies.

Para la democracia burguesa no existen límites éticos, todo vale a cambio de asegurarse la provisión de políticos serviles y eternizados, bien entrenados en el oficio de salvaguardar los negocios de los ricos y expertos en recoger las mieles del poder para su disfrute propio. Foto: Obra de Pawel Kuczynski

Es fácil: si la democracia no expresa la voluntad social informada suficientemente, debatida y consensuada desde las bases; si no transparenta su financiamiento y sus procedimientos organizativos; si no consulta abiertamente y crea autocrítica y auditorías permanentes; si no cuenta con revocación de mandato, efectiva, en todos los niveles... se parece mucho al fardo de aparatos controladores que el capitalismo inventó para descarrilar la voluntad emancipadora de los pueblos.

Por más votos con que se llenen las urnas electorales, es democracia burguesa. La misma que nos tiene hartos, en plena lucha de clases.

Dicen algunos «sentidos comunes» que «los pueblos están hartos de los partidos políticos», que la gente busca «fórmulas nuevas» y «rostros distintos», que los pueblos quieren justicia y que las organizaciones políticas no garantizan cambio alguno. Que se desconfía de los partidos por los partidos mismos.

Muy pocos agregan que se trata de un hartazgo ante los modelos hegemónicos y sus metodologías viciadas, plagadas por latifundistas del burocratismo.

Muy pocos profundizan hacia una autopsia de la democracia burguesa, que exhiba claramente sus órganos en descomposición acelerada, su desinformación tóxica inducida, sus ensaladas ideológicas y sus pragmatismos mafiosos. Su comercio con los votos.

Para la democracia burguesa no existen límites éticos, todo vale a cambio de asegurarse la provisión de políticos serviles y eternizados, bien entrenados en el oficio de salvaguardar los negocios de los ricos y expertos en recoger las mieles del poder para su disfrute propio.

Vale todo y, para eso, hacen leyes con ambigüedad probada y fundamentaciones lenguaraces. Vale todo y, para eso, forman sus expertos y especialistas premiados con becas, cargos, oropeles demagógicos y aureolas con virtud de curso legal.

Convencen al mundo de que la política es cosa de unos cuantos que realmente saben manejar los hilos del tráfico de influencias y favores, del tráfico de canonjías y prebendas... de todo tipo de tráficos. Política de élite para los elegidos más serviles. Incluso con votos comprados a cualquier costo y de cualquier manera.

La cualidad principal de la democracia burguesa es la desinformación inducida en una jaula de espejismos muy rentables.

Ellos tienen los medios y los modos. Tienen sus «noticieros» y sus agencias de publicidad y propaganda. Tienen sus «asesores de imagen» y sus focus group, con los cuales ensayan y autorizan las frases y los gestos, los escándalos y las calumnias.

Tienen sus «salas de situación», donde segmentan al electorado (con métodos mercantiles) y estudian su poder adquisitivo, sus preferencias y sus carencias.

Estudian el hambre, la desesperación y la miseria para convertirlos en retazos de palabrerío extorsivo que trueca falacias por votos en una realidad política acosada y sin salidas democráticas, en serio.

Y compran o venden ese modelo de usurpación política como si fuese el paraíso de la democracia moderna, donde vale más el histrionismo del odio, el reformismo espástico, cinismo encumbrado por el rating... que todos los dramas desgarradores que está sufriendo la inmensa mayoría de los seres humanos, bajo los rigores acelerados de la lucha de clases.

Algunas «izquierdas» y «progresismos» beben del mismo cáliz. Algún día la democracia debe someterse al escrutinio de un debate abierto y popular.

Acompañan, a tal infierno depredador, copiosas corrientes de la antipolítica, disfrazada con los más inimaginables ropajes narrativos.

Netflix es campeona del relato desmoralizador en la cual todo lo que suena a solución colectiva, crítica y organizada –para combatir el modelo burgués de poder– pasa a desprestigiarse con uno y mil artilugios escénicos. Todo lo que suene a política es corrupto por definición, y las únicas «salidas» son individualistas.

Así como ese negocio ideológico audiovisual, padecemos otros muchos formatos, unas veces travestidos como noticieros, programas de debate, podcast, memes, chat... andanadas de peleles con muy diversas fachadas para el discurso único de la democracia burguesa, que no admite otras definiciones ni prácticas. Ese es un escenario de lucha contra la ideología de la clase dominante.

Otra democracia recorre al mundo. Anda por los barrios y las fábricas interpelando a la democracia burguesa, y ofreciendo experiencias participativas realmente alentadoras y eficaces.

Propone superar lo representativo y pasar a lo participativo con procedimientos decididos por el consenso de las bases en debate permanente.

Supera la emboscada burguesa de la «representación» que ignora el mandato social, y modifica de raíz el método para convertir la acción en participación crítica activa contra toda demagogia. Consolida una nueva política, porque «no es lo mismo hablar de revolución democrática que de democracia revolucionaria. El primer concepto tiene un freno, como el caballo: es revolución, pero es democrática. Es un freno conservador. El otro concepto es liberador, es como un disparo, como un caballo sin freno: democracia revolucionaria, democracia para la revolución», insistía Hugo Chávez.

Tal democracia revolucionaria tiene, por principio, la fuerza nutricia de las diversidades. No las diversidades abstractas ni las polisemias ambiguas, sino la sinfonía histórica de los muchos modos de ser y estar en la realidad. La diversidad de las necesidades y de los trabajos, de las voces y de las escuchas, de los derechos y de las voluntades.

Combatir la democracia burguesa es insuficiente si no se opone un programa para la democracia revolucionaria en la cual la voluntad popular no se agote en lo cuantitativo, en la cual la igualdad no se agote en lo discursivo, en la cual la transformación no se agote en las superficies.

Democracia revolucionaria es ir al fondo, a la raíz. No más burocratismo reformista con privilegiados corruptos.

Democratizarlo todo, las herramientas de producción y las relaciones de producción; democratizar las organizaciones para la producción de saberes, de políticas, de artes, de ciencias, de educación, de vivienda, de vestido, de salud.

Democratizar las fábricas y los talleres, las aulas y los museos: que el pueblo trabajador mande en todo lo que le pertenece históricamente: valles, mares, lagos, minas, montañas y bosques.

Que el pueblo trabajador reconstruya, con la democracia revolucionaria, sus formas y métodos de organización, y que lo represente solo quien ascienda desde el consenso de las bases, obedeciendo, rigurosamente,  lo que manda la revolución democrática.

Es verdad que no estamos contentos con la democracia burguesa y también es verdad que esa democracia no es la única posible ni querible. Es verdad que estamos hartos del inventario de rostros, palabrerío y manías reproducidas a mansalva por los políticos eternizados.

Pero es verdad, también, que eso puede ser cambiado con una democracia revolucionaria que ponga fin a tanto estereotipo discursivo y demagógico, para dar lugar a todas las generaciones de hombres y mujeres inteligentes que, además de juventud, se han armado con ideas democráticas y revolucionarias.

Otra democracia es posible.

Fernando Buen Abad


Publicado el 5 de septiembre 2022 en www.granma.cu

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